La numerología del éxito
Desde que fuimos expulsados del paraíso, el hombre necesita redimirse. Llegar a convertirse, citando el ideal cristiano, en “sabios, héroes y santos”.
Sin embargo, los siglos han convertido al santo en un eremita y al héroe en el último futbolista goleador. Solo nos queda un ideal en la cúspide de la evolución humana, la meta-figura del sabio.
Así es: la sabiduría, el conocimiento, nos salva de nuestra condición de caídos. Nos salva de ser ignorados y nos permite ser socialmente “alguien”.
Al menos en esa dinámica nos han educado los próceres que han nacido antes que nosotros y fundaron esta sociedad. Más allá de la buena voluntad de todos estos patriarcas, ya sea movidos por la influencia de una zarza ardiente o la pataleta de un inspirado patriota, lo que buscaron fue moldear el sendero para la consecución de sus objetivos: perpetuar en el grupo fundado los valores que inspiraron su creación.
De ahí el prejuicio histórico de considerar a la educación como la salvadora de la patria. Es el mito del progreso indefinido, en donde el avance es medido en forma matemática y donde la vida del hombre es una concatenación de sucesos en pro de la recuperación del paraíso. El perdido, en cristiano, o el utópico, en ilustrado.
Nos educan para perpetuar este entusiasmo, nos cautivan con la luz del conocimiento, pues libres de oscurantismo alcanzaremos los privilegios de los mejores. Este es el advenimiento de la meritocracia, en donde por nuestros esfuerzos seremos premiados: seremos ricos, viajaremos por Europa y “conoceremos” el mundo. ¿Y cómo lograremos tocar el Olimpo? Contestando correctamente las preguntas, memorizando la historia que apuntala nuestros valores, siendo buenos ciudadanos. En otras palabras: sacándonos sietes en el colegio, obteniendo buen puntaje en la PSU , para luego ir a la universidad y obtener uno de los preciados “títulos”. ¡Y yo que había pensado que la nobleza había llegado a su fin! Pero no es suficiente: debemos permanecer siendo eficientes, enrielarnos en objetivos corporativos de una empresa y ser buenos empleados.
¿Y el resto de individuos que no logra estos objetivos? ¡Qué permanezcan en el infierno, en la cesantía, pues son flojos y no merecedores!
¡Bienvenidos a la meritocracia!
La meritocracia se consolida así como la continuidad histórica de las ideologías: atrás han quedado la religión, la ilustración, el marxismo y todos esos viejos sistemas. Hoy lo que nos salva es el mérito y no lo olvidemos nunca: el conocimiento.
Por suerte antes que “grandes pensadores”, ya que no hay cosa más humana que el pensamiento, somos seres vivos y naturales. Y la biología nos enseña que la evolución no es lineal y que no existe teleología detrás de nuestras estructuras corporales. El desenlace de la historia, a pesar de todo no es tan incierto: ¡el fin se viene! Así al menos lo corrobora la segunda ley de la termodinámica, que asumiremos cierta para simplificar este artículo, que es la ley de la Entropía: todo tiende al desorden, al desgarro infinito, a la muerte. ¡Que frío y tétrico final! Sin embargo, se nos educa para vivir la carrera, para alcanzar el objetivo, permaneciendo ciegos a lo único cierto: lo importante es el camino y no el fin. Lo importante es la vida y no el objetivo. El objetivo puede ser un misterio, el paraíso, el infierno o simplemente nada. A gusto del lector, Sin embargo, apenas nacimos nos ponen metas que son los sueños incumplidos de nuestros patriarcas (o padres) soñadores. Y entramos en esta dinámica de competencia, de llegar a metas y alcanzar objetivos: ¡Qué pesada broma matemática nos han jugado nuestros próceres! Y la matemática gobierna nuestras vidas: la edad que tenemos, el puntaje de la PSU , nuestro sueldo, nuestra pensión y si no olvidamos cancelar la cuota del cementerio tendremos donde caernos muertos. ¿Pagamos la última cuota del seguro de vida? ¿Están mis créditos con seguro de gravamen?
Ahora bien, por mucho que tomemos conciencia de esta vacía carrera, su estética tienta nuestro amor propio, haciéndonos partícipes de esta numerología de la eficiencia, siempre seductora. “No hay cosa más humana que el pensamiento matemático” decía Nietszche. Y caemos en la posibilidad de jugar el juego del éxito, articulando sus reglas axiomáticas: medir el avance paso a paso, de un escalón al otro; el mundo y la vida entrelazado en una red matemática, donde el éxito está arriba, donde el éxito es “más”, donde el éxito es avanzar, sumar y acumular cuantos de poder. Es la terrible falacia del mundo natural gobernado por el principio de inducción matemática. En otra ocasión volveré con más detalle para hablar sobre este principio.
De acuerdo, es importante jugar el juego. Y éste debe jugarse con seriedad, para hacerlo entretenido, pero no dramaticemos las pérdidas, si al final de todo -convengamos- la pérdida es total. ¿Entonces cual es el juego que debiésemos jugar, los hombres, la sociedad, nosotros, o como quieran llamarle?
Si habláramos en clave darwinista, tomándose unas pequeñas licencias, la selección es antojadiza y está unida a los cambios ambientales y concurrentes. Un evento de selección no permanece invariable en el tiempo y existe evidencia geológica de la historia del pasado que narra sucesos de cambios violentos. Pero como somos seres de nimia longevidad, a penas si nos damos cuenta de ello. En el transcurso de una vida con suerte se presencia un mega cataclismo, ya natural o provocado, lo que hace al hombre devoto de la historia. Conservamos , acumulamos y transmitimos el conocimiento de nuestros antepasados con reverendo temor: un pueblo sin memoria es un pueblo sin futuro (esto último debe leerse con boca oblonga y tono grave). Es decir: que necesitamos la historia para poder entender cómo cambiamos, porque en efecto lo hacemos. Y mucho. Sin embargo, la memoria de la humanidad, su registro histórico, es muy breve: apenas unos milenios. Por ende, el conocimiento limitado.
La sociedad de hoy es una red cada vez más compleja, gracias a las nuevas tecnologías. Esto afecta la forma en que trabaja nuestro cerebro. Una vez que los centros neuronales se multiplican, y toman posesión de ser cada uno un centro del Universo, como decía Solyenitzin, la cantidad de relaciones que enriquecen lo humano crece de manera exponencial. ¿De donde sacaremos material para nutrir esta cantidad de relaciones?
Existen dos fuentes para alimentar ese entramado de caudales del intelecto: uno el conocimiento que existe y otro el conocimiento nuevo. Por ende, de la mano de tan vasta cuenca hidrológica de las relaciones humanas, nace un caudal más amplio para llenar lo humano.
En esta etapa de la historia evolutiva, donde el hombre se enfrenta a su desgarro intelectual, los viejos próceres reaccionan violentamente para asegurar sus parcelas de poder, ocultando el conocimiento antiguo, dándole más valor con respecto al nuevo, o reglamentando su nacimiento, legitimidad o bastardez. No obstante, dado que el conocimiento es tan amplio ¿Cómo podremos ser capaces de poseerlo?
Una alternativa es formar monstruos de eficiencia, memoriones de contenidos, contestadores fieles a la numerología del viejo sistema. La otra opción es formar poetas: creadores de bellezas nuevas, magos y químicos de lo viejo y de lo nuevo. En otras palabras: hábiles administradores del conocimiento, de aquel flujo de humanidad que corre, arrastrando los fósiles y peces, sin jamás sentirse dueño de su curso ni bañarse dos veces en él, como decía Heráclito.
En definitiva, el conocimiento no nos salva: nos baña, nos nutre y lo dejamos ir. No nos pertenece. No es el árbol cercado por dos serafines que fue arrebatado por las revoluciones seculares para la salvación del hombre. No es la tabla de la ley ni las tablas de multiplicar ni la tabla periódica de los elementos. No existe camino trazado para la salvación ni camino de vuelta. Somos libres, pero atados al capricho de la entropía y su desgarro, su creativo desgarro: este es el juego.
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