Humanidad Adolescente



Hoy todos comprendemos a qué nos referimos cuando hablamos de adolescencia. Bajo este concepto se vienen a la mente jóvenes dependientes de sus padres, con mucha libertad de soñar, muy críticos del sistema imperante y dispuestos a la experimentación vivencial. Todos, casi sin excepción, podemos decir que fuimos adolescentes y añoramos aquellos tiempos donde teníamos todo por delante para experimentar, crecer y equivocarse sin la asfixia de las responsabilidades y bajo el cuidado amoroso de nuestros mayores. En cambio, en culturas de otros tiempos y no tan “civilizadas” se realizaban cruentos ritos para marcar el paso de la edad infantil directamente a la adultez. La etapa de la vida que nosotros entendemos como adolescencia no existía y se podría decir que este estadio del desarrollo humano es prácticamente nuevo para nuestra cultura.
Al respecto, Robert Baden Powell, fundador del movimiento scout, cuenta en su libro “Manual del Lobato” sobre un rito llamado “La prueba de los Muchachos Zulúes”. Esta tradición consistía en que cuando un muchacho cumplía los 12 años, se le untaba el cuerpo con pintura blanca, la cual duraba en él alrededor de un mes[1]. Durante este periodo, el niño debía vivir en el bosque sin ayuda alguna de sus pares y en absoluta unión con la naturaleza. Debía, también, lidiar por sus propios medios para guarecerse, comer y sobrevivir. Como si fuera poco, posteriormente, los adultos de la tribu salían a cazar al muchacho con intención de darle muerte. Éste tenía que escabullirse de sus hermanos de clan hasta que la pintura se saliera totalmente de su cuerpo. Recién entonces era recibido por su tribu como un hombre. En culturas pretéritas, como ésta, a este angustiante lapso se le podría llamar “adolescencia”: aprender a vivir por sus medios, vistosamente visible por el resto y sujeto de continua persecución.
El hombre es un ser inmaduro por esencia, ya que no es capaz de sobrevivir por sí mismo una vez que nace, la dependencia con la madre se extiende por muchos años y en los primeros meses sería imposible para un bebé sobrevivir por sí solo. La inmadurez del ser humano puede observarse al comparar el parecido físico entre un chimpancé bebé, de hocico aún no desarrollado, y el rostro de un ser humano adulto. Pareciera que el Homo sapiens hubiese “optado” evolutivamente por permanecer inmaduro, en vez de crecer[2]. El ser humano como tal, repitiendo la idea aunque parezca redundante, es un “niño” que se resiste a crecer. De allí que el rito cruento y abrupto del paso de la niñez a la adultez, de pueblos aborígenes como los zulúes, toma mucho sentido, pues el niño necesitaba ser “tentado” para crecer.
Sin embargo, a pesar de la condición inmadura del hombre, su esencia de ser vivo, la de crearse a sí mismo y reproducirse, no sabe de postergaciones. Y la sexualidad aflora en un periodo que oscila entre los 10 a los 16 años, el cual ha sido llamado pubertad. Este periodo no es más que el despertar del cuerpo adulto que está listo para procrear y se padre.
¿Dónde cae la adolescencia aquí en este abrupto proceso de cambios biológicos? Pareciera que es una deformación cultural, ya que el cuerpo preparado para reproducirse es postergado, dadas las exigencias modernas de una preparación cultural mayor: la educación, la adquisición de conocimientos y bienes. ¿Esta preparación académica-laboral es la prueba moderna de los muchachos zulúes? Hay que decirlo, pareciera que esta prueba, lejos de ser cruenta, sólo conserva la estética del juego, a través del logro progresivo de metas, y que en ningún caso prepara a los muchachos para valerse por sí mismos ni ellos están sujetos a algún tipo de persecución. La única exigencia real, en algunos casos, es cumplir fielmente con la numerología de la eficiencia como hablé ya en un artículo anterior.
La adolescencia de hoy está lejos de ser una prueba en donde los muchachos se preparan para valerse por sí mismos. Es más, en los tiempos de hoy, ella se prolonga hacia el futuro y se vuelve un estado permanente, que se resiste a acabar. Curiosamente, durante la adolescencia, el hombre moderno conserva los mitos de su infancia, los cuales toman variadas formas. Dada nuestra condición inmadura inicial, necesitamos crecer bajo el alero y protección de nuestros padres, pues la aprobación y apoyo de ellos para muchos permanece invariable en el tiempo. De la misma manera, en nuestro inconsciente o a veces conscientemente, creemos vivir bajo la protección permanente de aquellas proyecciones inmateriales que vienen a representar la continuidad del rol de nuestros progenitores: el Estado o Dios. Ellos juegan el papel paternal una vez que nos creemos adultos, ellos son responsables de nuestro cuidado, de ellos depende nuestro bienestar. Para algunos nunca es posible zafarse de esta mitología y viven su vida culpando a los padres, a la sociedad o a Dios de los problemas que los aquejan.
Un hombre libre, como aquel que sorteó la prueba de los muchachos zulúes y se deshacía de la pintura blanca de su cuerpo, sin embargo “optaba” por volver a la tribu ¿Por qué? Alguien podrá decir que jugaba el rol, y que quizás al volver disfrutaría de privilegios y honores propios de quien sorteaba el rito. Muchos quizás optaron en no volver y vivir como ermitaños, en absoluta armonía con la naturaleza. Cosa encomiable, pero por sentido práctico para nosotros, hombres inmersos en una sociedad bullente, no representante de ningún modelo a tomar en cuenta. Los más, quizás volvieron, conscientes de las amenazas de la selva, la dificultad de vivir en soledad, la necesidad de relacionarse y vivir en un grupo, donde las experiencias vividas toman sentido, y a pesar de lo detestable y inquisidor del grupo (no olviden que los perseguían para matarlos), prefirieron vivir con otros y enfrentar juntos una naturaleza bella, pero hostil. El hombre que se encuentra a sí mismo vuelve a “los otros”. El muchacho despojado de su pintura se encuentra a sí mismo y lleno de miedo “huye” a su tribu, pero no como un exigente adolescente moderno, sino como un hombre libre. Ese reencuentro en nuestra sociedad pareciera que no se halla. Lamentablemente.
El hombre de hoy, entendámoslo como generalidad, es un adolescente permanente, reacio a asumir liderazgos ni trabajar en grupos. Se aleja de los conflictos o participa de ellos con simple derroche de beligerancia, sin ánimo de enfrentar lo desconocido y de aunar esfuerzos por un bien común. No es capaz de organizarse en causas constructivas más allá de dar rienda suelta a sus impulsos adolescentes, de exigir supuestos derechos adquiridos y de buscar sustento ideológico e inmaterial a sus exigencias. Son hombres sin memoria, ya que la historia ha sido estéril a la hora de recordar lo reciente de nuestra llegada a este planeta, lo violento que puede ser el mundo natural con nosotros y la solidaridad que debemos tener entre nosotros, dado el abandono que sufrimos en conjunto, más allá de las ideologías que a la hora de las catástrofes estorban.
Frente a la catástrofe, el verdadero y material monstruo que nos vigila, ¡cómo es que de pronto nos volvemos tan maduros! El año pasado nuestro país vivió un gran terremoto y sin embargo la tasa de natalidad se disparó. ¿Cómo se entiende esta actitud? ¿Hombres y mujeres temerarios ante la adversidad? Parece claro: el cuerpo está preparado y listo, y por un tiempo “olvidamos” la adolescencia que queremos perpetuar.
Por otro lado, ante a la idea de que el muchacho despojado de su pintura se encuentra a sí mismo y lleno de miedo huye hacia los otros, surgen algunas preguntas: ¿Es el miedo una virtud encomiable? ¿Nos vuelve hombres libres dentro de un grupo? ¿Qué construye y aglutina este miedo? Para los espartanos el miedo no era reprochable, sino más bien, desde pequeños, se les entrenaba en él y la identidad de grupo se reforzaba con el surgimiento del miedo. En “El Libro de la Selva” de Rudyard Kipling, el miedo apareció como un hombre desnudo en la cueva. El miedo era el hombre, o sea un niño desnudo que nacía en el vientre de la selva. Aquel era el miedo que hacía que el hombre libre de su pintura blanca volviese a la tribu. Y la tribu, como la manada de Seonee en el Libro de Kipling, era el pueblo libre, pues el hombre volvía a su tribu en libertad.
¿Pero como dejar de ser adolescentes y volvernos hombres libres, solidarios y cooperadores? Mientras el estado, las iglesias, nuestros padres postizos, quieran educarnos será imposible. La prueba no está planteada como un rito de libertad, rico en experiencias. Hoy el reto es seguir la escala progresiva, el camino trazado por los “ancestros” o quienes perpetúan la protección del Dios-Estado. Es más: ¿cómo cambiaremos nuestra actitud pasiva y exigente si el Estado constantemente nos ofrece soluciones a nuestras inquietudes? Hemos elegido a Dios, o al Estado en su reemplazo, para que nos cuide más allá del alero de nuestros padres. No hemos querido ir al bosque, la selva o el desierto para ser tentados por el diablo, o sentir el miedo a enfrentarnos a nuestra desnudez. No hemos querido despojarnos de nuestros valores, por temor al monstruo que puede surgir de nosotros mismos. El valor es un enemigo, y sólo nos despojamos de él al comprender la gratuidad del universo. Esta es la segunda transformación del espíritu de Nietzsche, en donde el camello se transforma en león, para ganar libertad y enfrentar al dragón “Tú-debes”.
Curiosamente, finalizado el rito somos más indefensos que al principio. Nuestros padres envejecen y nos miran requiriendo protección de vuelta. Nuestros padres: los valores, las ideologías, las religiones, el método científico y todos esos viejos dioses inmateriales nos miran suplicantes. ¿Estamos dispuestos a perpetuar la tiranía de esos tótemes? ¿O más bien tumbaremos los antiguos fetiches para construir una nueva hermandad? Mucha sangre ha corrido a los pies de los viejos ídolos.
Vencidos los viejos fantasmas, a punta de flechas, podemos retornar a nuestros hermanos y no ver en ellos, como máscaras en sus caras, sus creencias, pensamientos políticos, ideologías, que nos ahuyentan generando distancia.
Pero ¿No será esta otra utopía? ¿Otro engaño historicista? ¿Otro embauque que las analogías provocan producto de nuestra debilidad por la estética? Ojalá me equivoque y podamos vencer esta adolescencia. Porque si no, quizás sean síntomas de irreversible decadencia de nuestra especie.



[1] Lo mismo que dura un ciclo lunar.
[2] Cosa similar sucedió en el origen de la evolución de los peces (o los cordados para ser más preciso), en donde esta rama de los seres vivos “optó” por permanecer en estado larval en vez de metamorfosearse en un individuo sésil.

Comentarios

  1. había hecho un largo comentario, pero me lo borro, en todo caso muy bueno tu articulo.Sera para otra.
    Abrazo.

    Luis Vega Vergara.

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  2. http://www.red-redial.net/america-noticia-3948.html

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