Traicionarse a Sí Mismo
La historia no era exactamente
así, pero de esta manera viene a mi memoria. El por qué ella me resulta tan
relevante tiene que ver con aquel viaje de las hachas de Carlomagno y con su
afán de extirpar el último recodo de salvajismo sagrado del corazón del norte
de Europa. En otras palabras, dar muerte al paganismo para abrir paso a una
nueva cultura, y con ello, al alfabetismo cristiano. Las hachas no saben de vergencias
ni de caprichosos vuelcos de la historia. En aquella ocasión fue la “nueva”
Europa penetrando viscosa dentro de parajes sombríos; desafiando a la humedad y
a la exuberancia de la maternal y vieja sombra de Europa. Ella se escondía aún
en un rincón pecaminoso y exquisito, perdido, donde yacía una vieja cultura
conservada por milenios. Era la Europa nueva traicionando a la vieja. La Europa
orientalizada y maniquea; fruto de la mixtura entre Roma, los bárbaros y el
cristianismo; sedienta del autosacrificio, estimulada por la moral católica y, por
ello, con vocación de culpa al cargar con el aquel concepto heredado de medio
oriente: la conciencia. Esta Europa -que recién se reconstruía de entre las
borradas vías romanas por la maleza y el tiempo- añoraba el hacha para aprovisionarse
de madera para sus casas, para el fuego y sus símbolos. Para construir sus
cruces, al fin. Para emular al pendón de Cristo y con ello eclipsar a cualquier
viejo bólido que atente con la exclusividad de los espíritus. Era un brazo más
en el camino del totalitarismo del pensamiento. Por eso era necesario
traicionar las viejas raíces. Arrancar de cuajo la hierba y tumbar cualquier
tronco con vocación de feldespato, pues no era posible un cielo donde brillarán
dos soles. Caprichos del monoteísmo.
Europa es un espíritu
grande. Tan grande que geográficamente no se sostiene a sí misma. Hoy se habla
de Occidente, el esquizofrénico Occidente, una especie de extensión de la
cultura europea. Espíritu que no permanece dueño de sí mismo, sino en eterna
crisis interior. Una lucha constante y bipolar entre capitalistas y marxistas,
entre buenos y malos, entre creyentes y ateos, ricos y pobres, feos y bellos.
Por eso los hombres de Occidente permanecemos divididos. Por eso nuestro viejo
Dios muerto fue dividido en la cruz: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por eso
entre los espíritus jóvenes es tan popular la dialéctica y aún la lucha de
clases entusiasma a los hijos del posmoderno occidente; con internet, YouTube y
toda la tecnología disponible. Espíritus que pueden marchar por el
medioambiente y dejar las calles sucias al mismo tiempo. Espíritus que reclaman
más igualdad y que defienden usar el pelo largo, tatuajes, piercings u otro
distintivo de diferencia, afirmando su individualidad. Y nos cuesta comprender que
el flujo existe, aún entre nuestros polos conceptuales, artificialmente
creados. No es propio del pensamiento de Occidente el flujo del Ying-Yang ni la
indiferencia moral del universo. Siempre habita en nuestros pensamientos la
noción de la bondad y la maldad en cualquier aseveración que afirmemos: una
especie de maniqueísmo permanente entre blanco y negro. Creo que no bastaría
empezar a hablar de grises tampoco, pues sólo sería ampliar la categorización
de dos (blanco y negro) a tres o más (blanco, negro, grises, etc.). Los juicios
humanos me resultan difusos y la fotografía me parece una ilusión, es el arte
de la ilusión ¡Y cómo campea hoy la fotografía como expresión cultural! Quien toma
una foto tiene un propósito inquisidor: ocultar el movimiento, esconder el
devenir. El juicio en sí mismo es parte del totalitarismo del pensamiento,
también: en querer definir de una vez el espíritu de las cosas. Y la fotografía
sella esa definición con un ‘instante’. ¿Acaso el sol es bueno o malo? ¿Es
bueno luego de días de tormenta? ¿o es malo en medio del desierto? ¿Acaso es
gris? El sol se encuentra a ocho minutos-luz de distancia y podríamos describirlo
sólo como fue hace ocho minutos atrás, antes de que deje de ser lo que era y que
llegue a nosotros, tardíamente. Sencillamente el sol no es, a menos que hagamos
un juicio de él y caprichosamente captemos aquel momento en que llega a
nosotros. Por eso odio el sol y su calor, pues he hecho un juicio de él.
Puedo tenuemente
comprender un nuevo, o quizá más viejo y olvidado, entendimiento sobre la
naturaleza del universo. Gracias a Heráclito, el taoísmo y la física cuántica. Sin
embargo, la herencia cultural es más fuerte, una especie de eurocentrismo, una
forma de pensar y observar el mundo. Y la inclinación en muchas etapas de mi
vida, también ha sido tomar el hacha y tumbar a mi viejo Dios, para construir
uno nuevo o ir a la deriva hasta que uno extraño y distinto me devore. Cristo
mismo, de manera muy elegante, dio muerte a su Dios, en él mismo, para forjar
uno nuevo, resucitando. Este acto de destruir y crear muchas veces se ha
conocido como nihilismo. Muchos en Occidente han temido a esta palabra. Otros
se han inmolado mediante bombas, suicidios colectivos y otros actos de vanidad.
Con la esperanza puesta en invocar a la nueva bestia que surgirá del océano del
caos: un nuevo cristo o anticristo parido de la tormenta. Hay mucho de
superstición en esto. Es replicar el rito de las viejas astillas de Irminsul.
Como si fueran semillas fértiles sólo por poseer textura porfídica. Quizás hay
algo en el principio de incertidumbre que permita el absurdo y el surgimiento
del hombre y todas sus razas. Quizás el espacio vacío esté lleno de esa energía
que los físicos han llamado energía oscura. Quizás existe una posibilidad en el
desgarro del universo para que sus pequeños ojos se abran tanto para ver surgir
bestias, jirafas y dioses. Quién sabe. Me permito esta superstición antes de
volverme totalitariamente crédulo u ateo. Y en esa superstición algunos osados
nos atrevemos a volvernos sobre nosotros mismos. Un gran dolor a veces nos
invita al rito. Hasta que vemos a nuestros árboles más sagrados tumbados y
sangrando en el suelo. ¡Qué error!
Pero es necesario el
error. Y si todo es error, no queda más que la decadencia y la extinción, diría
quizás Schopenhauer. Pues la muerte y la enfermedad han devenido en “ventajas
evolutivas” para los seres vivos durante millones de años de evolución. El
crecimiento es sólo posible habiendo una válvula de escape por donde desechar
la “obra” de nuestros errores. En situaciones críticas, de ambientes cambiantes
y de tormentas impredecibles sólo el error nos puede salvar. ¿Salvar de qué? De
la inacción, el exceso de inercia, el totemismo que nos ata a una muerte
cuajada en minerales geológicos. Por eso echar mano del hacha se hace
necesario, sin llegar al aborto espiritual ni al suicidio ideológico. Pero es
importante tener claro qué se quiere conservar ¿El tocón de Nabucodonosor? ¿La
esperanza en el vástago que surgirá de él, como decían las profecías de Daniel?
¿quién abrirá un nuevo vientre en el espacio abismal que existe entre los pies
y las estrellas? ¿La astilla más cristalina y a la vez potencial? ¿El misterio
oculto en el principio de incertidumbre? Viene a mi memoria el camello de
Zarathustra perdido y descorazonado en el desierto. Viene a mi memoria las
langostas devoradas por Juan el Bautista. Viene a mi memoria la miel, el dulce
que mana del tronco derribado que se seca en el desierto. Pues en el desierto
no hay cultura. El desierto puede llenarse con los cachivaches que el camello
carga en su espalda. El desierto se vulgariza con la mercancía que transporta
el camello. Este ungulado permanece ignorante de la voluntad que exige su
fuerza. Es un animal que ha vendido su alma al servicio de una voluntad superior.
De aquel que quiere generar valor a través del flujo de la mercancía. Por eso
los cachivaches se reparten en el desierto. Por eso aquel espacio vacío se
vuelve vulgar con una cultura embrionaria e improvisada. Por eso ruge el león
como ha dicho Zarathustra. Por eso el hacha: para dar libertad al camello y
para enfrentar al diablo con sus tentaciones. ¿Y cuál sería esa gran tentación?
¿Acaso la tentación de acumular minerales a través de nuestra diagénesis?
¿Volvernos árboles y luego tótems sagrados? ¿Divinizar nuestras ideas más
conservadoras?
La herencia cultural de
occidente es poderosa a la hora de buscar símiles y modelos a seguir. Muertos
varios dioses ya, aún se invita a los héroes y a la parafernalia del
sacrificio. Aún el sartén es grande para freír a los que ponen los ojos blancos
por valores e ideales. El rito más vanidoso de todos aún tiene público:
sacrificarse por la causa. ¿La causa? Como si estuviera predestinado
sacrificarse, como si la vida fuera una lucha. Un sacrificio. Un sufrimiento.
La vieja aseveración de Schopenhauer: “La vida es sufrimiento”. La máxima de la
izquierda y el marxismo: “la lucha de clases”. El error de Darwin y Herbert
Spencer: la lucha por la subsistencia, la supervivencia del más apto. Sin
embargo, los tornados no tienen una dirección definida. Son más bien
impredecibles. Caóticos y sorpresivos. ¿Cómo acumular poder entonces para
llegar a ser el más apto? ¿Riqueza y oro como pregonaban los mercantilistas
españoles? ¿Influencias? ¿Una posición para guarecerse del vendaval? Y en ese
afán por luchar, por sobrevivir y sobrevivirse, el último rincón sobre el cual
volverse, y que no tiene poder sobre otros, es el “sí mismo”. Este es el
refugio de nuestra energía. Aquí es donde los castigos nos pueden ofrecer
resultados más directos, pues tarde o temprano la lucha nos vuelve adversarios
de nosotros mismos. Por más que gire un aspa, el núcleo de su rotor se resiente
hacia el infinito. La eterna torcedura se repite insistentemente y hacia
adentro. La garganta se comprime como un alacrán que anuda sus tenazas. Pues
por más que busquemos el desierto, el silencio envolvente nos ensordece por el
lenguaje que soportamos dentro. El cerebro no calla. La electricidad de nuestro
sistema nervioso no sabe de calma. Repite y repite la fugacidad de los
electrones. Quizás Buda tuvo la habilidad de encantar a los electrones, pero
somos hombres occidentales, de alma dividida, y apenas sentimos que nuestra
realidad se vuelve monolítica, tomamos el hacha y nos abocamos a tumbar al
Irminsul que crece en nosotros.
Por eso nos
traicionamos. La selva de ideologías, conceptos, chismes y dichos populares se
revuelcan a través de nuestra espalda, hombros y nuca. Algunos ponen los ojos
blancos una vez, luego los cierran y olvidan pensar nuevamente. Eligen su
ideología y actúan animosamente, sufriendo pereza mental. “Ocupa tu cabeza para
que los problemas no te dominen”. Pues la vida es una sucesión de problemas,
los hombres por ello deben ser hábiles ingenieros que resuelven problemas. Y
este afán se reviste de falsa voluntad y creatividad. Ya no me engaño: las
voluntades superiores son aquellas que crean las leyes, sus propios valores y
normas. Su propia verdad o “mentira sagrada”. Por esto también nos
traicionamos. Para como el león de Zarathustra alcanzar la libertad y crear valores
nuevos. Para “reinventarnos” como se dice hoy.
Sin embargo, puede ser
un impulso absurdo también. Una superstición, como dije anteriormente. Elegir
un abismo por amplio y extenso, como cuando todo gira y apuestas tu única ficha
en la ruleta que se forma. Pues parece
que la vida no es lucha.
Es la estética de la
narrativa que también heredamos. Esa odiosa sensación del tiempo que no es
nuestra. O quizá lo sea, pero que para el universo resulta indiferente. Aquel
vaivén momificado nos engaña. Quién sabe si vale la pena traicionarse a sí
mismo. Sería mejor, tal vez, que Irminsul aún nos cobijara con su sombra.
Pero ya es tarde. Una
vez roto el árbol, el mundo que se crea es otro. Y aunque yo muera, el universo existe y
continúa.
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