Traicionarse a Sí Mismo


Hace años leí una biografía sobre Carlomagno escrita por Harold Lamb. Y dado lo caprichosa que es la memoria, apenas recuerdo algunas imágenes. Sin embargo, en particular una de ellas me causó gran impresión. Tanto, que un tiempo después escribí un poema de nombre “Traición” alusivo a la imagen que se impregnó en mí, luego de la lectura de aquel pasaje. El episodio era algo así: “Los ejércitos carolingios en su afán por extender el imperio de Carlos hacia el norte, se sumergieron en los bosques negros de Sajonia extirpando todo vestigio del linaje que habitaba aquellos parajes. La raza de los sajones resultaba indómita y como piojos se asían a sus tótems, bebiendo de su hiel y conservando su cultura alrededor de los árboles. Uno de aquellos tótems, Irminsul, era el padre de todo el boscaje y bestias del lugar, incluyendo a los propios sajones. Oculto por un espeso océano de estratificados bosques, Irminsul se emplazaba refocilando a un ritmo que era geológico. El árbol estaba escondido y sólo era conocido por los sajones más bravos, quienes protegían el último bastión de su cultura con sus propias vidas. Como todos los grandes, Carlomagno llegó hasta aquella profundidad abisal con los brazos de su ejército y cargando un hacha para derribar al monstruo. Las astillas del titán fueron del color del cuarzo y sus gemidos jamás se oyeron por la lentitud de su suspiro, al momento que la horda carolingia daba golpes al tronco del corpulento árbol con el hacha”.
La historia no era exactamente así, pero de esta manera viene a mi memoria. El por qué ella me resulta tan relevante tiene que ver con aquel viaje de las hachas de Carlomagno y con su afán de extirpar el último recodo de salvajismo sagrado del corazón del norte de Europa. En otras palabras, dar muerte al paganismo para abrir paso a una nueva cultura, y con ello, al alfabetismo cristiano. Las hachas no saben de vergencias ni de caprichosos vuelcos de la historia. En aquella ocasión fue la “nueva” Europa penetrando viscosa dentro de parajes sombríos; desafiando a la humedad y a la exuberancia de la maternal y vieja sombra de Europa. Ella se escondía aún en un rincón pecaminoso y exquisito, perdido, donde yacía una vieja cultura conservada por milenios. Era la Europa nueva traicionando a la vieja. La Europa orientalizada y maniquea; fruto de la mixtura entre Roma, los bárbaros y el cristianismo; sedienta del autosacrificio, estimulada por la moral católica y, por ello, con vocación de culpa al cargar con el aquel concepto heredado de medio oriente: la conciencia. Esta Europa -que recién se reconstruía de entre las borradas vías romanas por la maleza y el tiempo- añoraba el hacha para aprovisionarse de madera para sus casas, para el fuego y sus símbolos. Para construir sus cruces, al fin. Para emular al pendón de Cristo y con ello eclipsar a cualquier viejo bólido que atente con la exclusividad de los espíritus. Era un brazo más en el camino del totalitarismo del pensamiento. Por eso era necesario traicionar las viejas raíces. Arrancar de cuajo la hierba y tumbar cualquier tronco con vocación de feldespato, pues no era posible un cielo donde brillarán dos soles. Caprichos del monoteísmo.

Europa es un espíritu grande. Tan grande que geográficamente no se sostiene a sí misma. Hoy se habla de Occidente, el esquizofrénico Occidente, una especie de extensión de la cultura europea. Espíritu que no permanece dueño de sí mismo, sino en eterna crisis interior. Una lucha constante y bipolar entre capitalistas y marxistas, entre buenos y malos, entre creyentes y ateos, ricos y pobres, feos y bellos. Por eso los hombres de Occidente permanecemos divididos. Por eso nuestro viejo Dios muerto fue dividido en la cruz: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por eso entre los espíritus jóvenes es tan popular la dialéctica y aún la lucha de clases entusiasma a los hijos del posmoderno occidente; con internet, YouTube y toda la tecnología disponible. Espíritus que pueden marchar por el medioambiente y dejar las calles sucias al mismo tiempo. Espíritus que reclaman más igualdad y que defienden usar el pelo largo, tatuajes, piercings u otro distintivo de diferencia, afirmando su individualidad. Y nos cuesta comprender que el flujo existe, aún entre nuestros polos conceptuales, artificialmente creados. No es propio del pensamiento de Occidente el flujo del Ying-Yang ni la indiferencia moral del universo. Siempre habita en nuestros pensamientos la noción de la bondad y la maldad en cualquier aseveración que afirmemos: una especie de maniqueísmo permanente entre blanco y negro. Creo que no bastaría empezar a hablar de grises tampoco, pues sólo sería ampliar la categorización de dos (blanco y negro) a tres o más (blanco, negro, grises, etc.). Los juicios humanos me resultan difusos y la fotografía me parece una ilusión, es el arte de la ilusión ¡Y cómo campea hoy la fotografía como expresión cultural! Quien toma una foto tiene un propósito inquisidor: ocultar el movimiento, esconder el devenir. El juicio en sí mismo es parte del totalitarismo del pensamiento, también: en querer definir de una vez el espíritu de las cosas. Y la fotografía sella esa definición con un ‘instante’. ¿Acaso el sol es bueno o malo? ¿Es bueno luego de días de tormenta? ¿o es malo en medio del desierto? ¿Acaso es gris? El sol se encuentra a ocho minutos-luz de distancia y podríamos describirlo sólo como fue hace ocho minutos atrás, antes de que deje de ser lo que era y que llegue a nosotros, tardíamente. Sencillamente el sol no es, a menos que hagamos un juicio de él y caprichosamente captemos aquel momento en que llega a nosotros. Por eso odio el sol y su calor, pues he hecho un juicio de él.

Puedo tenuemente comprender un nuevo, o quizá más viejo y olvidado, entendimiento sobre la naturaleza del universo. Gracias a Heráclito, el taoísmo y la física cuántica. Sin embargo, la herencia cultural es más fuerte, una especie de eurocentrismo, una forma de pensar y observar el mundo. Y la inclinación en muchas etapas de mi vida, también ha sido tomar el hacha y tumbar a mi viejo Dios, para construir uno nuevo o ir a la deriva hasta que uno extraño y distinto me devore. Cristo mismo, de manera muy elegante, dio muerte a su Dios, en él mismo, para forjar uno nuevo, resucitando. Este acto de destruir y crear muchas veces se ha conocido como nihilismo. Muchos en Occidente han temido a esta palabra. Otros se han inmolado mediante bombas, suicidios colectivos y otros actos de vanidad. Con la esperanza puesta en invocar a la nueva bestia que surgirá del océano del caos: un nuevo cristo o anticristo parido de la tormenta. Hay mucho de superstición en esto. Es replicar el rito de las viejas astillas de Irminsul. Como si fueran semillas fértiles sólo por poseer textura porfídica. Quizás hay algo en el principio de incertidumbre que permita el absurdo y el surgimiento del hombre y todas sus razas. Quizás el espacio vacío esté lleno de esa energía que los físicos han llamado energía oscura. Quizás existe una posibilidad en el desgarro del universo para que sus pequeños ojos se abran tanto para ver surgir bestias, jirafas y dioses. Quién sabe. Me permito esta superstición antes de volverme totalitariamente crédulo u ateo. Y en esa superstición algunos osados nos atrevemos a volvernos sobre nosotros mismos. Un gran dolor a veces nos invita al rito. Hasta que vemos a nuestros árboles más sagrados tumbados y sangrando en el suelo. ¡Qué error!

Pero es necesario el error. Y si todo es error, no queda más que la decadencia y la extinción, diría quizás Schopenhauer. Pues la muerte y la enfermedad han devenido en “ventajas evolutivas” para los seres vivos durante millones de años de evolución. El crecimiento es sólo posible habiendo una válvula de escape por donde desechar la “obra” de nuestros errores. En situaciones críticas, de ambientes cambiantes y de tormentas impredecibles sólo el error nos puede salvar. ¿Salvar de qué? De la inacción, el exceso de inercia, el totemismo que nos ata a una muerte cuajada en minerales geológicos. Por eso echar mano del hacha se hace necesario, sin llegar al aborto espiritual ni al suicidio ideológico. Pero es importante tener claro qué se quiere conservar ¿El tocón de Nabucodonosor? ¿La esperanza en el vástago que surgirá de él, como decían las profecías de Daniel? ¿quién abrirá un nuevo vientre en el espacio abismal que existe entre los pies y las estrellas? ¿La astilla más cristalina y a la vez potencial? ¿El misterio oculto en el principio de incertidumbre? Viene a mi memoria el camello de Zarathustra perdido y descorazonado en el desierto. Viene a mi memoria las langostas devoradas por Juan el Bautista. Viene a mi memoria la miel, el dulce que mana del tronco derribado que se seca en el desierto. Pues en el desierto no hay cultura. El desierto puede llenarse con los cachivaches que el camello carga en su espalda. El desierto se vulgariza con la mercancía que transporta el camello. Este ungulado permanece ignorante de la voluntad que exige su fuerza. Es un animal que ha vendido su alma al servicio de una voluntad superior. De aquel que quiere generar valor a través del flujo de la mercancía. Por eso los cachivaches se reparten en el desierto. Por eso aquel espacio vacío se vuelve vulgar con una cultura embrionaria e improvisada. Por eso ruge el león como ha dicho Zarathustra. Por eso el hacha: para dar libertad al camello y para enfrentar al diablo con sus tentaciones. ¿Y cuál sería esa gran tentación? ¿Acaso la tentación de acumular minerales a través de nuestra diagénesis? ¿Volvernos árboles y luego tótems sagrados? ¿Divinizar nuestras ideas más conservadoras?

La herencia cultural de occidente es poderosa a la hora de buscar símiles y modelos a seguir. Muertos varios dioses ya, aún se invita a los héroes y a la parafernalia del sacrificio. Aún el sartén es grande para freír a los que ponen los ojos blancos por valores e ideales. El rito más vanidoso de todos aún tiene público: sacrificarse por la causa. ¿La causa? Como si estuviera predestinado sacrificarse, como si la vida fuera una lucha. Un sacrificio. Un sufrimiento. La vieja aseveración de Schopenhauer: “La vida es sufrimiento”. La máxima de la izquierda y el marxismo: “la lucha de clases”. El error de Darwin y Herbert Spencer: la lucha por la subsistencia, la supervivencia del más apto. Sin embargo, los tornados no tienen una dirección definida. Son más bien impredecibles. Caóticos y sorpresivos. ¿Cómo acumular poder entonces para llegar a ser el más apto? ¿Riqueza y oro como pregonaban los mercantilistas españoles? ¿Influencias? ¿Una posición para guarecerse del vendaval? Y en ese afán por luchar, por sobrevivir y sobrevivirse, el último rincón sobre el cual volverse, y que no tiene poder sobre otros, es el “sí mismo”. Este es el refugio de nuestra energía. Aquí es donde los castigos nos pueden ofrecer resultados más directos, pues tarde o temprano la lucha nos vuelve adversarios de nosotros mismos. Por más que gire un aspa, el núcleo de su rotor se resiente hacia el infinito. La eterna torcedura se repite insistentemente y hacia adentro. La garganta se comprime como un alacrán que anuda sus tenazas. Pues por más que busquemos el desierto, el silencio envolvente nos ensordece por el lenguaje que soportamos dentro. El cerebro no calla. La electricidad de nuestro sistema nervioso no sabe de calma. Repite y repite la fugacidad de los electrones. Quizás Buda tuvo la habilidad de encantar a los electrones, pero somos hombres occidentales, de alma dividida, y apenas sentimos que nuestra realidad se vuelve monolítica, tomamos el hacha y nos abocamos a tumbar al Irminsul que crece en nosotros.

Por eso nos traicionamos. La selva de ideologías, conceptos, chismes y dichos populares se revuelcan a través de nuestra espalda, hombros y nuca. Algunos ponen los ojos blancos una vez, luego los cierran y olvidan pensar nuevamente. Eligen su ideología y actúan animosamente, sufriendo pereza mental. “Ocupa tu cabeza para que los problemas no te dominen”. Pues la vida es una sucesión de problemas, los hombres por ello deben ser hábiles ingenieros que resuelven problemas. Y este afán se reviste de falsa voluntad y creatividad. Ya no me engaño: las voluntades superiores son aquellas que crean las leyes, sus propios valores y normas. Su propia verdad o “mentira sagrada”. Por esto también nos traicionamos. Para como el león de Zarathustra alcanzar la libertad y crear valores nuevos. Para “reinventarnos” como se dice hoy.
Sin embargo, puede ser un impulso absurdo también. Una superstición, como dije anteriormente. Elegir un abismo por amplio y extenso, como cuando todo gira y apuestas tu única ficha en la ruleta que se forma.  Pues parece que la vida no es lucha.
Es la estética de la narrativa que también heredamos. Esa odiosa sensación del tiempo que no es nuestra. O quizá lo sea, pero que para el universo resulta indiferente. Aquel vaivén momificado nos engaña. Quién sabe si vale la pena traicionarse a sí mismo. Sería mejor, tal vez, que Irminsul aún nos cobijara con su sombra.
Pero ya es tarde. Una vez roto el árbol, el mundo que se crea es otro. Y aunque yo muera, el universo existe y continúa.

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