Los ojos del minotauro


En el cuento de Borges La Casa de Asterión, el minotauro no permanece prisionero en el Laberinto de Creta. De vez en cuando, hace sus incursiones al mundo para observar a los hombres, sorprenderse de sus rostros -tan planos como la palma de una mano -, curiosear con sus miedos, dar rienda suelta a su vanidad -al sentirse observado subiéndose a la tarima del espectáculo del mundo- y contemplar los llantos y oraciones de la gente, provocados por él, por cierto. He querido hacer un símil entre el laberinto del minotauro y el panóptico de Bentham, sin embargo, los ojos, o más bien, la posición de los ojos me parece disímil. En el panóptico, edificio ideado para vigilar a muchos hombres en una cárcel, el ojo permanece en el centro del edificio, como si fuera el núcleo de un sistema solar. Y alrededor de él giran los planetas rocosos y gaseosos, con sus satélites, y varios otros cuerpos menores como asteroides y cometas, incluido Plutón. Todo gira alrededor del Panóptico, en diversas órbitas, cada uno en su supuesta libertad de acción, describiendo sus melenas al viento, enrojecidos como Marte o cargando sus tormentas como lo hace Júpiter. En cambio, los ojos del laberinto pertenecen al minotauro, quien es quien mira y describe y sorprende a las tempestades, la vergüenza y los llantos. Este edificio cumple la función de sistema digestivo del imperio minoico: cada nueve años devora siete doncellas y siete donceles atenienses, como tributo ritual. Según el cuento de Borges, son nueve los hombres sacrificados y no catorce, cada nueve años. Otros dicen que el sacrificio debe hacerse cada año. Confusión numérica, no menor que las habitaciones del laberinto. En los recintos, diseñados por Dédalo, el arquitecto, no existen los ojos. Como tampoco hubo ojos cuando diseñó el disfraz de vaca en madera, para que la reina de Cnosos, Pasifae, se uniera en celo con el Toro de Creta. He ahí el origen del minotauro: en la ausencia de ojos. ¿Habrá comprendido esto Borges al ir quedando ciego? Me imagino los recintos del laberinto ajenos a la luz, pues en su estómago no se hallaba la fuente de las sombras de la caverna de Platón. Se ocultaba el hambre, como lo hacía el Miedo en el cuento de Kipling: un ser desnudo y monstruoso, que se entretenía sangrando y dando vueltas como un asteroide con vocación de carnero. Pero aquel centro era el vórtice que tragaba todo y según Borges esperaba la liberación. Más que centro de un sistema planetario, centro de una galaxia entera, o sea un agujero negro. ¿Es otra forma del Panóptico, una especie de cárcel inversa, donde el verdugo se oculta en el estómago del mundo? ¿Y que se asoma para contemplar aquellas manos que apenas miran, que son los rostros de los hombres? ¿No será que los ojos del imperio de Minos, aquella monstruosidad que avergüenza al rey, una especie de culpa por el poder, un salvajismo primitivo y atávico que canaliza la fuerza, debe permanecer en oscuridad, tal vez en silencio, para que los hombres repliquen los intersticios del laberinto sin miedo? ¿o quizás con él, un tipo de miedo subyacente, en segunda capa, como una respiración auxiliar? ¿Qué atemoriza más al hombre, el centro monstruoso del laberinto o su matemática? ¿La estructura que le da aspecto de firmeza y estabilidad o la fuerza rebelde que se da vueltas y salta los muros de su propio andamiaje?

Con respecto a las palmas de las manos, yo siempre tengo las manos frías en esta época. Estamos a mediados del otoño y ya se siente de a poco el invierno. ¿A eso se refería Asterión cuando decía que el rostro de los hombres era como las palmas de las manos? ¿A su frialdad? Nosotros también habitamos en laberintos. Y el ojo que nos vigila está bien cocido dentro nuestro y le llamamos conciencia. ¿Cuándo ella da sus cabriolas interiores, imitando a los carneros y sangrando? ¿Acaso cuando sentimos culpa? ¿O más bien cuando la pisoteamos interiormente y le clavamos nuestra espada ateniense en su corazón? Nuestros recintos también obedecen una matemática, una enumeración como el laberinto. No da lo mismo estar sentado en el living, en el dormitorio o en el baño. Cada uno de ellos contiene su espacio, su superficie, sus metros cuadrados. Yo ahora estoy sentado en un vértice del poliedro que contiene a mi oficina. Como el laberinto del minotauro, mantengo su puerta abierta todo el tiempo y le doy la espalda. ¿Acaso espero la espada de mi jefe o de algún cliente, que de pronto me sorprenda escribiendo este ensayo? No, no sería liberador verme sorprendido así, pues escribo para dar vida a mis manos que ahora están frías. ¿Y por qué el rostro de los hombres le parecía tan frío a Asterión? ¿Acaso el laberinto les fue cuadriculando la emoción y arrinconando en vértices de la cultura y los buenos modos, hasta eliminar la rugosidad del comportamiento, aplanando el salvajismo primitivo de la vida prehistórica, restándoles vitalidad? ¿Y qué si de pronto despertáramos con cabezas de bestias, de la misma manera que les pasó a los navegantes de Ulises, bajo el hechizo de la bruja Circe? ¿Cuál sería la cabeza que reemplazaría a mi rostro? ¿Sencillamente un cerdo? ¿Una oveja, un gato, un perro? ¿Un lobo? ¡Cuántos disfraces podríamos usar! Sin embargo, las palmas de las manos, a veces, quieren ser estrellas. Como nacen de una misma extremidad, no les está permitido abrirse tanto ni desgajarse ni tomar su libertad, tampoco volar. Obedecen al centro vivo e inconsciente que también me gobierna, al minotauro que sangra y da cabriolas en mi interior. Mis manos están atadas al cuerpo y no pueden zafarse ni huir de este laberinto de sistemas circulatorios, nervios, músculos y respiración. Los músculos las atan a su recinto y escriben, frías. Y así se hallan cuando las sorprende el minotauro. Se acercan la una a la otra. Se funden como queriendo confundirse en una sola. Una sola mano fría. Un solo rostro de hombre plano. Y de a poco van ganando calor, para volver a escribir.

Al escribir, entonces, debo lidiar con estas dos monstruosidades: la estructura y la fuerza, es decir, el laberinto y el minotauro. ¿Acaso el minotauro es la locura llevada al encierro, al modo como lo menciona Derrida comentando a Foucault? Es decir, Minos el rey de Creta, al ver los frutos de la zoofilia de su esposa, encierra al monstruo con cabeza de toro en la estructura del laberinto con el anhelo de silenciar a la locura y gatillar la historia. La historia habla una vez que los barcos viajan desde Atenas para satisfacer la voracidad del monstruo. ¿Y por qué la espada de Teseo? ¿Acaso para desatar este nudo gordiano que significan sacrificios cruentos? En clave dialéctica podríamos decir que la muerte del minotauro es la síntesis que resuelve la contradicción entre el sacrificio ritual de 14 jóvenes apolíneos entregados al silencio de la locura del minotauro que no habla la historia, y que por otro lado moviliza los hechos, o sea la historia, los viajes navales por el mar Egeo (que aún no se llamaba así), y el ciclo de muerte de los mismos jóvenes. Una contradicción entre la historia de los intercambios minoico-atenienses y el confinamiento de la historia del minotauro, la vida interrumpida, reducida a darse cabriolas y sangrar jocosamente. Y el último sacrificio, el del minotauro, interrumpe el ciclo de muerte de los jóvenes atenienses. Para eso la espada de Teseo. Pero ¿fue necesaria la instauración del rito anual de sacrificio de donceles y doncellas? Como bien dice Derrida “desde el primer aliento, el habla, sometida a este ritmo temporal de crisis y despertar, sólo puede abrir su espacio de habla en cuanto que encierra a la locura”. Pues bien, el mito pone énfasis en el minotauro, como también en Teseo, pero ¿qué sucede con Minos? ¿No se escucha la voz del rey de Creta al construir el laberinto y encerrar la locura de Pasifae, o sea el Minotauro, que es fruto de ella? Y ése es entonces el primer aliento que nace de las cuadrículas del laberinto: el viento que arrastra las velas negras de los navíos desde Atenas a Creta y viceversa. Y el ritmo, ya sea anual o cada nueve años (el gran año ritual, que es lo mismo), es fijado como una respiración tiránica de crisis y despertares. Atenas cada año debía despertar de su letargo para inmolar lo mejor de sus hijos a la travesía cruenta de los barcos oscuros. Hasta que el hijo del rey, Teseo, una especie de Cristo dispuesto a descender a los infiernos, se ofrece voluntariamente a cortar con la tradición. A cegar los ojos del minotauro, a poner fin a su panóptico. ¡Qué curioso parecido con el mito de Ulises y Polifemo! Pero esta vez no es Nadie quien va con la tarea de torcer la historia y cegar al cíclope, sino el Hijo, un Temudjín ¿Serán lo mismo? El ser y el no-ser nacen juntos dice el Tao, el camino del Logos y el No-Logos, el laberinto, según Parménides. Y para matar el toro, Teseo se enreda con Ariadna. La hija del otro-Rey, la voz de la historia, Minos. ¿Por esto luego Minos será nombrado juez de los infiernos?

Pero ¿por qué Borges rompió el silencio de la locura del minotauro? ¿Acaso al hacerlo hablar provocaba su redención? Hablando de laberintos, acabo de enfrentarme al mío revisando mi planilla Excel. Su apariencia obedece también a la estética de las cuadrículas, sin embargo, sus caminos son diversos. La suma: eso es lo importante. Ya es fin de mes y no cuadra el laberinto. Por un momento, también soy el minotauro a la espera de la redención y querría entretenerme en cabriolas y sangrar hasta llegar a las carcajadas. Y cada celda de la planilla Excel, con todos sus inventos, que se suponen son míos, de pronto se agrandan como bocas de un pez, como la boca del Seol. Siempre es posible hacer trampa con mi juego. Pero el juego me atrapa y me deja enfrentado a mi rostro desfigurado, de toro, de buey quizás. De buey por cargar el juego del monstruo que se devora a sí mismo. Cuando construí mi laberinto, mi juego, yo era el rey, Minos, casi Dios. De pronto devine en el minotauro, queriendo asomarse por sobre los muros de su laberinto. ¿Y quién observa a quién? ¿Minos al minotauro o el minotauro a Minos? Soy el hombre vuelto sobre sí mismo, resuelta la contradicción. La dialéctica se ha torcido en mi individualidad, disociándola. Un hombre de este siglo enfrentado a su propia explotación. Atormentado por sus propios fantasmas ¿Y para qué romper el silencio? ¿Para liberar al tornado que subyace en nuestro sistema digestivo? ¿Es posible crear sin llegar a consumir que sea un poco? Quien habla, no puede estar loco, concluía Derrida. El minotauro al desatar su soliloquio, en jactarse de atemorizar a los hombres, dejó su locura atrás. ¿Hacia quien volvió sus ojos entonces? ¿Hacia sí mismo, y su ombligo, como cuando se entretenía dándose vueltas de carnero? ¿O hacia los hombres que tenían el rostro plano, como mis manos frías? Romper el silencio, es desatar la historia. La locura -o dar vueltas como un carnero, que es casi lo mismo- es olvidar las palabras y a la historia. Es aferrarse al instante y reír del desgarro, de la sangría de lo posible, de la euforia. Es la animalidad desatada que olvida la gramática, la tiranía de los días y las celdas de la planilla Excel. Es una risa abierta que se despliega en un horizonte hiperbólico y de curvatura infinita. Es romper a Dios y toda posibilidad de muros, de tablas de la Ley y de normas. Cuando el minotauro habla, ya se observa así mismo y olvida las cabriolas, salta el muro y encuentra a los hombres, aquellos que tienen miedo. Y ruega por su propia liberación, desea pagar el precio de la locura, como yo desearía poder pagar mis deudas de una vez. Traza un plan, resolviendo el laberinto. Sin embargo, al salir al encuentro de los hombres ya salió del laberinto, pero no lo sabe. El minotauro sólo confía en la violencia, en una especie de grito, un destello de voz para su liberación. Ya no es hambre ni deseo de consumir lo que quiere el minotauro, sino morir. ¿Y qué significa esto que el minotauro muera cuando ya se ha decidido a hablar? ¿El reemplazo de una historia por otra? El hombre cuando escribe muere, diría Derrida. En el cuento de Borges el minotauro no se resistió a Teseo. Así se lo cuenta el héroe ateniense a Ariadna en la última línea del texto. Pero hay otra línea más allá del mar y de la traición de la hija de Minos: en la isla de Naxos, desnuda y durmiendo, quedó olvidada Ariadna por el héroe. Vino al rescate el dios del éxtasis, Dioniso, pero ésa es otra historia. Una historia que no tiene nada que ver con la espada de Teseo ni el hilo de Ariadna. Una historia que olvidó a la otra historia, al no cambiar las velas negras por blancas. Y el último sacrificio del rey fue en nombre de ese hijo que olvida y se cura de todo: Egeo, el padre de Teseo, se lanzó por un acantilado al mar, que desde entonces lleva su nombre, al ver las velas negras. Habían quedado que, si vencían al monstruo del laberinto, las cambiarían. Así el asesino del minotauro se coronó como rey de Atenas. Eso cuenta la otra historia. Ahora corresponde que pongamos entre paréntesis al rey (y al nuevo dios) y arrebatemos al tiempo un instante sagrado. Pues como decía Derrida “la historia y el discurso es como la cólera de Dios que se sale de sí”. Los hilos de Ariadna se enredaron con un rey y otro dios. Pero como dije arriba, esas son otras historias, otros derroteros desatados por la voluntad de un Dios. Rescataré el último silencio del minotauro, cuando olvidó las palabras de una vez. Rescataré ese último gesto pues ¿para qué huir de él? ¿Dónde estuvieron los ojos del minotauro en aquel instante? ¿Encontrándose con los ojos de Teseo? ¿En la espada? ¿En el hilo de su hermana Ariadna? ¿Será mejor callarse y volverse loco, si es que no se quiere desatar la historia?

El ojo puede desear, pero es neutro. La luz no consume las cosas, como lo hace el fuego. Aun así, es una primera violencia, ya que sería la soledad de una mirada muda, de un rostro sin palabra, una abstracción. Es el esbozo de ética que Derrida parafrasea hablando de Levinas. Entre la visión y la audición, él se queda con la oreja. Según él, capta la vibración de los cuerpos sin alterarlos. Se condice muy bien con lo que menciona el principio de incertidumbre: el observador modifica lo observado. Pero como los ojos del laberinto pertenecían al minotauro -pues era quien miraba y describía a las tempestades, la vergüenza y los llantos- él llenaba de luz los rincones del laberinto con su violencia de luz sin consumirlos. Y llenó también la silueta de Teseo, su salvador, pues el minotauro no cargaba la auténtica violencia (la sagrada violencia, agregaría yo).  La mirada de él hacia su redentor, hacia el futuro rey, desató toda su cólera de Dios. Por eso no hizo resistencia a su espada. Fue un rostro no plano, el rostro monstruoso de un toro, en silencio, mudo, reconcentrado en su locura, en su abandono, quien venció a Teseo. Por eso éste olvidó todas las cosas y se hizo rey.

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