Curiosidad y Experimentación




Conozco a una gran persona, un gran amigo, con el que hace un tiempo pasé un rato agradable y una muy buena conversación. Una conversación desafiante, pues él es una persona profunda, osada y jugada con sus posiciones, como lo muestra su historia de vida personal, comprometida con las causas que ha ido abrazando una tras otra. Bajo el prisma de la linealidad esperada para lograr el éxito, como hoy se entiende, una vida que ha deambulado de una pasión a otra resulta una indecisión y una pérdida de tiempo valioso, todo lo contrario, a la “concentración del esfuerzo” y al uso del tiempo en “cosas útiles”. Sin embargo, esto no es lo que yo pienso, como voy a detallar más adelante. Mi amigo, de quien les hablo, se ha empeñado en tres pasiones, las cuales le han exigido grandes montos de energía y dedicación: las artes marciales, su religión y la ciencia, en particular la paleontología. A simple vista y dialogando con él, saltan a la vista contradicciones que ponen en tensión sus históricos intereses, lo que vuelve más atractiva su historia personal. En una primera fase, la de las artes marciales, fue donde hizo todo el ejercicio físico que se puede llegar a hacer, donde exigió a su cuerpo, y al de los demás, a esfuerzos al límite de lo posible, presenciando fracturas y lesiones, provocándolas en algunos casos, también. Hoy reconoce que en pleno apogeo de aquella fase de su vida, la manera de observar esta experiencia fue con fría indiferencia. Yo también pude observar la frialdad e indiferencia del universo del Tao en aquella apreciación. Hoy reconoce que el esfuerzo y la disciplina, los golpes, las rutinas, la voluntad y la energía enfocada llevaron a un umbral de su vitalidad. Sin embargo, fue sólo el inicio de su búsqueda.

Una vez superada esta fase, mi amigo participó activamente de su religión: la cristiana, quizás como una forma de relajar al cuerpo de tanta tensión. Y en su afán por el conocimiento profundizó sobre la naturaleza de Dios y la verdad. Una cualidad de mi amigo es que no resulta fácil que él acepte una aseveración, sea religiosa o de otro tipo. Él es un hombre metódico, muy estudioso y no acepta respuestas sencillas a sus inquietudes. Por esta razón, pronto llegó a tener discrepancias con sus líderes religiosos. La más decisiva fue cuando surgió el tema de los dinosaurios. Los pastores de su iglesia lo llamaron a entrevista para “tirarle las orejas”, pues hablaba a sus hermanos sobre estos animales extintos y otras aberraciones similares. En ocasiones, las iglesias tienen respuestas simples para inquietudes de este tipo. En este caso particular, la respuesta de los líderes de su iglesia al respecto de la antigua existencia de los dinosaurios era que eran aberraciones creadas por Satanás, formadas al mezclar distintas especies creadas por Dios. Por ejemplo, el demonio al mezclar el hipopótamo con la jirafa había formado lo que era un dinosaurio de cuello largo (un saurópodo). Mi amigo no pudo resistir tal ignorancia y falta de libertad, con lo que espetó a sus líderes religiosos que no estaba dispuesto a participar de tal indigencia intelectual, y con ello decretó su independencia religiosa.

Desde que Martín Lutero colgara en las puertas de la iglesia de Wittenberg sus 95 diatribas contra el papa romano, la relación del hombre con Dios se volvió directa y la interpretación de la Biblia individual. Este fue un primer paso hacia la libertad del pensamiento que luego derivaría hacia el pensamiento racional y el surgimiento del método científico. A menor escala, mi amigo se volvía un hombre asiduo a la ciencia, en particular la paleontología, pero sin dejar atrás su religiosidad. Durante nuestro diálogo, y de acuerdo a la narrativa que me contaba, le planteé una consulta sobre la naturaleza de Dios ¡Vaya pregunta que le hice! Hace mucho que dejé de plantearme cosas así, pero mi curiosidad fue superior y avancé con él. ¿Acaso Dios es una persona como nosotros? Le dije ¿No será cosa que el hombre, al ser la naturaleza que se observa, no puede dejar de observarse al querer describir la naturaleza de Dios y con ello la humaniza y la modifica, tomando en cuenta lo que dice el principio de incertidumbre? No existe respuesta sencilla a cosas como éstas. Sin embargo, noté que yo había desistido de este derrotero, mi curiosidad se había agotado y con ello la búsqueda también, desde hace ya mucho tiempo. ¿Resulta legítimo dar rienda suelta a la curiosidad? Me pregunté, entonces.

¿Qué sería de la ciencia sin la curiosidad? En una sociedad como la actual, todos nuestros actos son medidos y evaluados bajo el prisma de la utilidad o el aprovechamiento de nuestra energía en pos de la consecución de nuestros objetivos personales o de la organización a la que servimos o pertenecemos. ¿Qué hace un ingeniero leyendo un libro de poesía? ¿Qué hace un biólogo leyendo la Biblia? ¿Qué hace el encargado de recursos humanos de una empresa mirando los planos del proyecto donde trabaja? ¿Qué hace un médico admirando una pintura de Matta? Es el resultado de la tiranía de la especialización y la concentración del esfuerzo. La segregación de la cultura y la posterior parcelación del poder que emana del conocimiento.

Jared Diamond dice en su libro “Armas, gérmenes y acero” que la necesidad (o la utilidad, podría decirse) no es madre de la inventiva sino al revés, pues es la curiosidad la que lleva las riendas de la innovación. Diamond cuenta la jocosa historia posterior a la invención del fonógrafo por Thomas Alba Edison, donde, originalmente, este famoso inventor ideó muchos posibles usos para su invento, dentro de los cuales, el más glamoroso de todos, fue utilizarlo como grabador y emisor de dictados dentro de las oficinas administrativas. Cuando alguien se aventuró a reproducir música en el fonógrafo, Edison enfurecido reclamó por el pésimo uso que se le estaba dado. Con el tiempo, la música se apoderó del invento, con lo cual su autor perdió el control soberano sobre su “creación”. De esta forma no es la necesidad-utilidad en sí misma lo que se abre paso en estas experiencias tecnológicas. Son la curiosidad y la inventiva, atributos insaciables de la humanidad, los que gozan observando y experimentando, y que se asoman en busca de nuevos horizontes insospechados. Enrique Lihn, el poeta, moribundo en su lecho de muerte consultó a un grupo de amigos que le acompañaban sobre cual creen que es el sentimiento que domina a un hombre a punto de morir. Luego de un largo instante de reflexión y silencio sólo un amigo, poeta también, dio la respuesta que Lihn quería escuchar: curiosidad. ¿Qué hizo del hombre que fuera hombre sino la curiosidad por desdoblarse y observarse a sí mismo? Esto me hace recordar al “concienzudo del espíritu”, unos de los personajes de “Así Habló Zarathustra” de Friedrich Nietzsche, mencionado en este libro como uno de los hombres superiores. La curiosidad del concienzudo lo llevaba hasta el límite de permitir que la sanguijuela le chupara la sangre, todo esto con el afán de llevar más allá la investigación del cerebro de este ser vivo. ¿En cuántas ocasiones nosotros mismos no nos llevamos al límite de la experimentación al probar cambiar hábitos o seguir una moral estricta? Nos ponemos a prueba constantemente, tomando incluso caminos ajenos a los nuestros, sencillamente por observar que podría pasar.

Por esto, la curiosidad también nos puede llevar hacia otro lugar: la angustia, cuando una repentina libertad nos exige respuestas para cimentar una estabilidad que se tambalea. Me explico. De pronto la carrera por superar una seguidilla de umbrales de entendimiento se vuelve vertiginosa. Más allá de las respuestas que aspiramos, creemos que se halla, en un lugar luminoso y placentero, la Verdad, con todo su esplendor y tranquilidad, el ideal platónico que jala de nuestra hambre intelectual y que nos seduce a seguir avanzando, a pesar de estar extenuados. En estos casos la curiosidad se vuelve urgente y se transforma en necesidad, y la Verdad se vuelve escurridiza e inalcanzable, mientras que nuestras certezas se tornan inestables. El “concienzudo del espíritu” no es ya un alegre escrutador sino un trágico apasionado. Aquel falso faro que llamamos Verdad nos enceguece, encandilando la noche y ocultando los muchos misterios que en ella se ocultan, por exceso de luz. Alguien quizás me dirá que los barcos de la humanidad llegarán a buen puerto, producto de la viril disciplina científica y su rigurosidad, y a pesar de dejar de ver al gran escenario del mundo con todos sus matices ocultos. Yo sólo me pregunto ¿acaso existe un único destino universal? Y si este destino universal es la entropía o la muerte, como la misma ciencia afirma ¿intentamos entonces escapar de este destino universal rasguñando la Verdad y con ello transmutando los significados de lo que observamos en el universo?

En la Paleontopoiesis describo a Dios como al universo -o al universo como a Dios, que es casi lo mismo- que al desgarrarse ve nacer desde sus llagas toda la obra de su creación. La posibilidad de la creación es gracias al principio de incertidumbre. Esto quiere decir que es el misterio quien abre la posibilidad de lo nuevo y la creación es un acto de dolor y búsqueda a la vez. El éxtasis y la felicidad surgen una vez que nace Temudjín, el hijo, quien supera a su padre y promete un imperio más allá del universo-Dios (…) Por supuesto, esto es poesía. Sin embargo también es producto de mi búsqueda, de mi curiosidad. En afirmar al universo, mi Dios poético, afirmo una fe más allá de lo que está al alcance de mis manos y mis heridas. La creación me supera. Una cuestión obvia, pues el universo supera al hombre, por más que queramos envolverlo. ¿Es posible acaso si quiera plantearse alcanzar o acercarse asintóticamente a la verdad? Sólo un acto de fe -pues no podemos mirar más allá de nuestras limitaciones físicas, temporales e intelectuales- nos permite afirmar sobre la historicidad del espacio-tiempo, que es como el cuerpo que intuimos del universo.

¿Y qué con la ciencia moderna, entonces? ¿Ha dejado atrás su afán de buscar, acaso mostrando que su curiosidad se ha agotado? Me pregunto esto, pues la rigurosidad del método científico pareciera generar sesgos para la observación a veces. Como decía Thomas Kuhn, en su libro “Estructura de las Revoluciones Científicas”, la educación dentro de un paradigma implica apartar los resultados experimentales que no se ajustan a los esperados, como “malos” o anómalos. No existe mucha diferencia entre esto y la intención rígida que enseñaba Don Juan a Carlos Castaneda, mientras éste era iniciado por el chamán en el uso del peyote y otras drogas alucinógenas. Para aprender la “verdad” hay que “dejar de ver”. Así era como Carlos Castaneda era reprendido por el indio cuando este veía elefantes rosados y no águilas blancas, como era de esperar. De esta manera, dejando de ver se pierde la oportunidad de nuevas perspectivas a través de la intuición, la emoción y el pensamiento irracional. O sea, la aplicación de un paradigma científico es una forma elegante de esoterismo “dirigido”. ¿Puede ser la poesía y la emoción una forma de adquirir conocimiento entonces? Para arrojar luz sobre esto habría que reflexionar sobre la naturaleza de la emoción, manifestación fisiológica que no es ni ajena ni escindida de la racionalidad, y sobre qué es lo que conocemos, si es que efectivamente llegamos a conocer algo realmente. Temas demasiado arduos para desarrollarlos aquí.

Por otro lado, toda búsqueda intelectual o espiritual decae ante un hito del tipo “ahora sé” o “ahora tengo un conocimiento”. La certeza quizás esté relacionada con el cansancio, la necesidad de estabilidad o a que la hoja de papel se halla acabado y debo concluir pronto: poner la firma bajo este texto y espetar la gran verdad de una vez. ¿Pereza mental? ¿Una ligera vocación pusilánime? ¿En qué momento perdemos la curiosidad y empecemos a aceptar certezas absolutas? ¿En qué momento perdemos la infancia intelectual y la soberbia de declararnos ignorantes, sin vergüenza? ¿En el momento que la curiosidad se transforma en necesidad de afirmar “verdades”? Quizás sea el pathos de nuestra sociedad actual, con su afán hacia lo útil y el resultado, lo que ha privilegiado la búsqueda de certeza y recetas envasadas para el logro del éxito y la felicidad.  ¿En qué momento mueren nuestras ganas de curiosear y experimentar? ¿Acaso en la adolescencia, este aberrante experimento de Occidente, donde posponemos la edad adulta para participar del selectivo proceso de la máquina de moler carne, que escoge a los mejores del resto? ¿Será el temor por quedar desplazados lo que nos impele a escoger las respuestas convencionales y dejar de crear?

 Sí, crear. Porque el acto creativo no resiste planificaciones. Originalmente quizás necesitemos de una estructura que encuadre nuestros poemas, una obra de pintura, una casa o nuestra vida. Sin embargo, la vida siempre nos sorprende. Cuando la vida está compuesta de instantes en “estado salvaje”, instantes mágicos donde el misterio y el asombro nos salen al acecho, es cuando se siente más viva. ¿O acaso la vida no se superar a sí misma, sólo cuando se muestra adaptable y diversa a las condiciones externas que no controlamos? Todo tiene que ver con nuestra área de influencia ¿Es el universo tan grande que se aleja nuestra área de influencia sobre él y entonces estamos a la deriva solos y sin rumbo? Por el principio de incertidumbre al observar el universo lo modificamos ¿Es acaso esta una forma de influenciar en él? Pareciera que la vida no estuviera en nuestras manos. Que somos llevados por grandes masas de energía de un lugar a otro en el espacio-tiempo. ¿Qué tan poderoso será el principio de incertidumbre como para permitir influir en el universo? A todas estas preguntas nos lleva la curiosidad. Cada nueva pregunta, cada nueva palabra jala de nuestro frágil entendimiento desgarrándonos como una jauría rabiosa. La misma curiosidad ha hecho de mi amigo un hombre valiente y un enconado experimentador. Usando el mayor elemento que tenemos disponible para experimentar con pasión: nuestras vidas. Porque este es el mayor experimento que podamos llevar a cabo. En él ponemos a prueba todos nuestros principios y valores. Para transmutarlos si es necesario. Para crear nuevos cuando se vuelva imperativo. Pareciera que todo esto esconde un trasfondo moral. No nos engañemos. No existe una voz ni religiosa ni científica que nos obliga a avanzar. Es sencillamente el hecho que estamos aquí, podemos abrir nuestros ojos, observar, proponer y experimentar. Y de paso crear nuestro propio universo.

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