El hombre: una cuerda tensa entre un sillón o la patrulla scout
¿En qué momento nos empeñamos tanto en ser un permanente proyecto? Es como si no estuviéramos contentos con nosotros mismos. Como si quisiéramos huir. ¿De quién? ¿Acaso de nosotros? ¡Qué extrañas son estas frases! ¡Qué extraño el “nosotros” en estas frases! “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona” dijo Friedrich Hölderin. Hasta el poeta alemán nos hace partícipe con él de su experiencia de ensueño y frustración. Hace muy poco leí una nueva biografía escrita por Harold Lamb. En esta oportunidad fue sobre la vida de “Solimán El Magnífico”. Con esta ya han sido varias las biografías escritas por Harold Lamb que he leído: “Carlomagno”, “Ciro el grande”, "Tamerlán", "Alejandro de Macedonia" y, por supuesto, “Genghis Khan”. Y digo ‘por supuesto’, porque ésta fue la primera que leí cuando yo tenía alrededor de catorce años. Y cada vez que leo una biografía de estos grandes hombres del pasado, soy presa del ensueño y del espíritu dominante que sentía en mi adolescencia, hace ya un buen tiempo.
Eran otros
tiempos. Yo dejaba mi ambiente de barrio para asistir a clases al colegio que
quedaba en el centro de Santiago. Y me levantaba muy temprano para poder tomar
la micro, que era toda una proeza el siquiera subirse. Los sábados, en cambio,
yo asistía a scout en la tarde. Recuerdo que en este contexto se iniciaba una
de las aventuras más inspiradoras de mi vida: la Patrulla Mangosta. Un puñado
de muchachos, dentro de los cuales me incluyo, íbamos a forjar una hermandad
que duraría por años. Durante los cuales dormimos, jugamos y comimos juntos en
muchos campamentos. Competimos contra nuestros adversarios, las otras patrullas,
por ser la mejor, por poseer los mejores símbolos, tener un mejor himno y tener
la mejor mística. Y todo esto no hubiese sido posible sin la inspiración de
Genghis Khan.
Cuando se es
adolescente, se está constantemente asediado de múltiples ideas e inquietudes,
por lo que se hace difícil dormir bien. En mis tiempos mozos en la televisión
daban películas de trasnoche, que generalmente eran clásicos del cine con
motivaciones históricas. Una noche de aquellas, que ahora recuerdo como
fundacional, vi la película “Genghis Khan” (1965) donde actuaba Omar Sharif.
Décadas después la vi otra vez y la consideré ingenua, lo que me provocó cierta
decepción y autocompasión, lo que es absurdo y gracioso a la vez. Sin embargo,
lo que más me sorprendió aquella vez fue que, según la película, Temudjín con
un puñado de hombres fue forjándose una tribu y luego un imperio, que hasta hoy
es conocido como el más grande de todos los tiempos: el Imperio Mongol.
¡Excelente motivación para mis compañeros de patrulla! me dije. Y así nació un
proyecto para mi grupo de amigos y yo: “El Imperio Mangosta”. Creo haberles
explicado a ellos la relación entre el concepto de imperio y Genghis Khan, pero
pienso que no lo comprendieron bien o, de seguro, no me supe explicar. Yo por
mi parte quise profundizar más, y así fue como llegué al libro de Harold Lamb,
el cual descubrí en la para mí grandiosa biblioteca del colegio.
Desde
aquel tiempo hasta ahora me volví asiduo a las novelas históricas, especialmente
a las de Harold Lamb. Las aventuras que tuve con mi patrulla scout fueron de
largo aliento para contarlas en este breve ensayo, pero su génesis ejemplifica
lo que puede llegar a generarse con la motivación que implica la historia y sus
grandes hombres, pues bien decía Thomas Carlyle “la historia universal, la
historia de lo que el hombre ha logrado en este mundo, es en el fondo la
historia de los grandes hombres que han trabajado aquí”. Existe toda una
discusión sobre si la historia es sólo contingente, que si los sucesos son
inevitables y que la historia por ende es determinística; donde los grandes
hombres son casuales y que sólo han aprovechado la coyuntura histórica para
destacar y vivir su tiempo. Cuando reflexiono sobre esto, tengo la tentación de
llegar a pensar que nada más vale que hundirse en un sillón y cruzar los brazos.
Nada más ajeno a las proyecciones y sueños que tuve por allá en mi adolescencia
con mi grupo de amigos.
Si hiciésemos
caso a Heráclito, y consideramos que todo es movimiento, aun estando hundidos
en un sillón con los brazos cruzados, estaríamos moviéndonos. No es posible
huir de la vorágine de la temporalidad (y de la entropía, la dirección del
tiempo). Sin embargo, es distinto ser movido como un corcho flotando en el
océano o moverse según el arbitrio de la propia voluntad. ¿Qué hace a los
hombres merecedores de importantes biografías distintos con respecto a los que
no la tienen? ¿Acaso será justamente esta capacidad de proyectarse más allá de
sí mismos y generar una tensión entre lo que están dejando de ser (individuos
hundidos en un sillón) y el fantasma (el ideal) de lo que quieren llegar a ser?
Nietzsche decía que el hombre es una cuerda tensa entre el animal y el
superhombre. O sea, un ser inacabado y en desgarrante movimiento. De ahí
nuestra natural esquizofrenia y la creencia, muy divulgada, en la división
entre cuerpo y alma. Esa tensión nace de nuestra posibilidad de “desdoblarnos”
y observarnos en el universo. Ya lo he mencionado tenuemente con anterioridad:
no es posible observar, categorizar e identificar reglas y principios del
universo sino es a través de observarnos a nosotros mismos, pues habitamos y
somos el universo. Sin embargo, epistemológicamente hablando, dividimos el
universo en dos: sujeto y objeto, como si esto fuera, aunque sea de manera
abstracta, posible.
Volviendo
a los juegos de patrulla en contraposición a la vida hundida en un sillón, ¿estaba
cada uno de los pequeños actos de mística, como le llamábamos, sujetos al
determinismo histórico, o quizás no, y sólo cuentan los promedios a la hora de
narrar el proceso histórico en su conjunto? Esto último es como si cada uno de
nuestros movimientos, el flujo de la sangre, la respiración, los impulsos
nerviosos del cerebro, etc. fueran anulados cuando me hundo en el sillón
esperando a que el desarrollo de la historia se dé por sí solo ¿Sería posible
ignorar cada uno de estos movimientos para sólo describir y poner atención en
el promedio histórico que significa estar hundiéndose en el sillón? La metáfora
es muy luminosa. Entonces cabe preguntarse ¿Todos estos pequeños actos
fisiológicos están dominados por una mecánica, una voluntad o el azar? No es
simple aventurarse por alguna de ellas, sin embargo podemos elegir la que más
nos guste. ¿Por qué? Simplemente, porque “queremos”. Esta es una grandiosa
paradoja, pues sea la que sea la respuesta, es finalmente un acto de voluntad.
¡Pues no hay como huir del capricho de la naturaleza de sacarnos de nosotros
mismo!
Otra metáfora
sobre el azar y la voluntad: lanzar un dado. Apostar a la cara ganadora tiene
una probabilidad de 1 a 6. Aceptar el juego implica eso, asumir el riesgo y
jugar. Sin embargo el dado no mostrará ninguna de sus caras sin la intervención
de la mano que lo haga rotar. No existe azar de por sí sin voluntad. El azar y
la probabilidad son construcciones abstractas, casi metafísicas. Alguien podrá
decir que ahí están sin estar. Pues como el Tao dice “El ser y el no-ser crecen
juntos”. Yo agregaría que habitan en el principio de incertidumbre. Meditando
sobre esto último miraba una de las cerámicas de la cocina y veía (o creía ver)
a una hormiga que caminaba sobre ella. Lo curioso era que para mí, y dada la
distancia a la que me encontraba, no podía distinguir la posición exacta de la
hormiga dentro de la cerámica. En una ocasión la veía cerca de un determinado
vértice y en el instante siguiente la visualizaba en la arista opuesta. Así y
así, a ratos aparecía en el centro de la cerámica y en otra de manera difusa la
veía recorriendo por la orilla, como si fuese un camino de hormigas o varias de
ellas. Esto me recordó el asunto sobre la posición del electrón del átomo que
por el principio de incertidumbre no puede ser definido sino es a partir de la perdida
de información relativa a su momentum. La posición del electrón se circunscribe
a un sector del espacio-tiempo donde existe la mayor probabildad de que el
electrón se halle: una nube de probabilidad, un dado con muchas caras. La
posición del electrón sólo puede ser dilucidada si un observador, un hombre con
voluntad, la define mediante su acto de observación. Así fue como definí la
posición de la hormiga y con ello di inicio al juego del dado y a la observación
del mundo de la cerámica.
Al lanzar el
dado rasgamos la realidad mostrando la desnudez del azar y determinando el
presente (o quizás apenas un pasado reciente, ya muerto). Al menos eso creemos.
Por eso el rol de la voluntad, de aquella energía que nos empuja a ir más allá,
lanzar el dado, salir del sillón y visualizar la hormiga en la cerámica. Lo que
permite que el universo sea rasgado es justamente el ámbito de libertad
creadora que implica el principio de incertidumbre. Aquel espacio que queda
entre lo que somos, o estamos dejando de ser, o sea hombres reflexionando en un
sillón, y aquel ideal que construimos al observarnos y observar el universo a
través de nosotros mismos, una especie de construcción de ideal, la cuerda
tensa que mencionaba el Zarathustra de Nietzsche. Aquella herida abierta que
implica soñar y proyectarse más allá de uno mismo que no es otra cosa que
vivir. Pues afirmar la vida es justamente rebelarse a la entropía y al cambio
del ambiente. Una pataleta de resistencia, un tipo de afirmación de la vida, el
motor natural de nuestras proyecciones y que hace que una vida no termine ni
empiece en un sillón. En definitiva, la humanidad es una herida abierta. Herida
que se prolonga producto de la propia autoobservación. Es como si fuésemos un
perro o una serpiente que al querer morderse la cola se disloca el cuello y la
garganta. Y continuásemos así heridos y moribundos. Pues esta es finalmente
nuestra última certeza, la que escabullimos o pretendemos burlar: la propia
muerte y la de todos los componentes del universo. Y a pesar de esto, la gracia
de nuestra danza es perpetuar lo más posible nuestras piruetas moribundas y
crear en este esfuerzo nuevas realidades.
¿Cómo llenar
aquella herida imaginaria, aquel espacio como papel blanco, quienes algunos han
llamado conciencia? Queriendo hallar respuestas para estas preguntas es que nos
aventuramos a narrar la historia de nuestras vidas. Esto nos salva, por años,
de la garra de la muerte o de la succión de un sillón. Desdoblarse por segunda
vez y observarse hilando estas narrativas puede ser aterrador. ¿Cuántas
derivadas soporta el espíritu humano? ¿Más allá de nosotros mismos y de
nuestras narrativas existe un nuevo espacio sagrado? Siento mucha envidia al
recordar aquellos adolescentes años, empeñados en una fantasía casi mitológica.
Donde armar un campamento en Melipilla significa izar yurtas mongolas en el
desierto del Gobi. Donde nuestro tótem, un báculo de coligüe forrado en cuero
de conejo, con el imponente banderín de nuestra patrulla y una punta de acero
del tamaño de una palma extendida en su extremo inferior, yacía erguido en la
noche, enterrado en las agrestes riberas del Río Clarillo en Pirque, al que
nosotros le encendíamos velas, a modo de un ritual pagano. Encendiendo nuestras
fogatas, entonando nuestro himno, jugando y creyéndonos vencedores, a pesar de
que siempre perdíamos los juegos. Y yo haciendo de líder, Khan del imperio, y a
la vez de narrador. Adornando mitológicamente la realidad y haciendo vivo el
dramatismo en cosas que resultaban sencillas. La realidad parecía distinta,
pero los pensamientos son cosas, las proyecciones son cosas, elementos que
bullen en nuestros sistemas nerviosos conectados como hormigas sobre una
cerámica que se multiplican bajo nuestra mirada. Estamos presentes en aquella
realidad creada. Existen veces que una voz narrativa resulta potente y
entusiasta. Como hombres somos un río que carga muchos símbolos, palabras y
cultura. No siempre es fácil contener a este río. Es la cascada que nace de la
misma herida que mencioné antes: La cuerda tensa o el principio de
incertidumbre desgarrante. Este principio es una caja de Pandora. Invitada a
abrirse vez tras vez. Llena de misterios y cosas nuevas. El futuro que se arma
lejos de quien observa cómo nace el universo. No es posible torcer el cuello
para ver a nuestras espaldas. Algunos al intentarlo han quedado convertidos en
columnas de sal. Tampoco podemos rehuir participar de esta herida. Hemos sido
invitados sin ser consultados. Y de paso nos construimos a nosotros mismos,
forjamos el universo que somos, en conjunto con el resto. Por eso nuestro afán
y por eso permanentemente nos proyectamos, pues queremos vivir y sentir que
estamos vivos. Y vivir implica forjar realidades mediante la narración. Vivir
es habitar esa herida tensa que se muestra permeable a nuestro aporte.
Escribimos sobre la espalda desnuda de la esperanza, pues ella se esconde en el
fondo de la caja de la incertidumbre.

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