Leyendo de a pie en el Metro





Leo una biografía sobre Alejandro de Macedonia y voy de a pie, en el metro. Inteligentemente escrita por un autor muchas veces visitado por mí, Harold Lamb. Y mientras leo, pienso en los caminos que el autor cita para los grandes hombres. Uno es el camino de Alejandro, el camino del poder, de la voluntad expedicionaria, del ímpetu creador. Otro, el de Aristóteles, el del sabio, del taxonómico, del forjador y catalogador de conceptos. El autor habla de un triunvirato de mentes dominantes de la época: el grupo lo cierra Demóstenes. Y pienso, intercalando mis pensamientos con la lectura, que este último camino, el político, el discursivo, hoy me parece gastado. Más temprano en la mañana y mientras hojeaba el periódico, veía fotos de hombres sonrientes bajo el título de sus logros, jactándose quizás por el trozo de éxito que han robado al mundo. Pensé luego si acaso buscan un poco endiosarse. Y que lejos están de la naturaleza del último dios del panteón griego, el Dionisos encarnado. Sin embargo, la ilusión del éxito, la sonrisa permanente en la foto de perfil, se hace necesaria para el sostén de su propia vida. Sin éxito pareciera que no vale la pena vivir ¿Sonreían las esculturas de Alejandro? Me pregunto, de pronto. ¿O eran más bien adustas y serias? Las bestias salvajes, los animales, no sonríen decía Nietzsche. La risa es un desgarro último. El gesto límite de un primate al borde de la locura. Y que ensaya una forma de nuevo lenguaje. Una revancha dionisíaca y perdida, en su animalidad, si se quiere. ¿Y de qué te puedes llegar a reír cuando te hallas en el mismo lugar que los otros? Me pregunto, entonces. Y me observo de a pie y en el Metro. Mejor continúo leyendo, me digo en silencio.

Con el tiempo se aprende a ganar un lugar cómodo en el metro para leer de a pie, sin quedarse en el amplio espacio que hay entre la puerta y los pasillos. Aquel espacio es como una boca que devora y vomita hombres. Y yo no quiero pertenecer a esa clase de hombres que es regurgitado por los vagones del tren. Por eso intento ganarme un espacio entre los pasillos. Pero esta vez no he sido capaz de ponerme entre el pequeño espacio entre dos mujeres, dada mi ancha espalda y mi voluminosa mochila de cuero, y me devolví. Una tercera mujer me preguntó si yo ocuparía aquel espacio y dije que no. Ella sí pudo caber, ubicándose entre aquellas. Yo quedé en el límite, aferrado al mástil, entre el foso común de hombres devenidos en ganado y los de la clase más digna que se halla en el pasillo, frente a las asientos, ya sea leyendo o mirando sus celulares. Los asientos: son para las divinidades. Pocas veces nos toca uno de ellos, cargando con la culpa que cierta policía moral nos restriega cuando sube una viejecita o una señora con guagua. Ser hombre en estos casos en sí, ya es un pecado.

Por suerte al llegar a la estación donde se hace combinación con la otra línea se generó el espacio suficiente para que yo pudiese ocupar un lugar en el pasillo, sitio natural a donde pertenezco. La mujer que había entrado en el pasillo antes que mí, pudo sentarse esta vez y al hacerlo me esbozó una sonrisa. Creo que me mantuve serio. Era una mujer de mediana edad y delicada, muy preocupada de su aspecto, por cierto. Recogió su estuche del suelo, antes de que yo lo pisara y de ahí extrajo las herramientas que utiliza para acicalar su estética. Ahí comprendí de pronto el cómo en lugares públicos como un vagón del metro, podemos robar momentos de intimidad tan valiosos, pero que hoy se han normalizado. Luego de encrespar sus pestañas, continuó sosteniendo un espejo redondo y empezó a pintar sus labios de un color púrpura. Hice el intento de no mirarla. Sentí que al observar su boca entreabierta y a medio respirar, robaba algo tan suyo, que no me correspondía. Miré hacia la ventana del vagón que daba a su espalda y creí ver en el reflejo, el ejercicio meticuloso de teñir sus labios: un acto hermoso que despertó mi imaginación. Continué leyendo. Escenas de almas torturadas en el octavo círculo del infierno, pues ahora leo la Divina Comedia. Cuando ya nos teníamos que bajar noté que el señor que estaba frente a esta mujer, más mayor, sonrío junto con ella y comprendí que no fui el único que fue capturado por su encanto. Bajamos del vagón como ganado, como sucede a cada minuto, y aquel momento gratuito de intimidad fue disuelto en la circulación de las almas por el río subterráneo de las escaleras del Metro, no muy distinto a como sucede en el infierno de Dante.

El frío da su golpe de pureza a las mañanas de Santiago. Las calles están más vacías. Alguien me aclara que los niños están de vacaciones y por eso el vagón del Metro está más desocupado. Extrañamente el frío me hace feliz. Siento como si mi cuerpo se limpiara o conservara, y aquella grasa que me molesta se sacrificara para darme calor. Quién sabe. Camino sobre la escarcha y mis manos se vuelven gélidas. Hace mucho que no escribo y las traigo de vuelta a la vida, para azuzarlas con la circulación de las palabras que aquí se atropellan, quizás vacías, puras, sin decir nada. ¿Qué podría decir un hombre perdido en la tierra de las sombras, Siberia, luego de haber sido despertado de la muerte? En el libro que leo ahora, Timur-Lang arrastra a su pueblo hacia los límites de la tundra. Carga con ollas, utensilios metálicos, palas y camellos. Dos caballos por hombre, pues un tártaro no puede vivir sin su montura. No puede vivir sin la hipsodoncia de estos équidos, que saben arrancar bien el pasto debajo de la escarcha. Al salir de mi hogar hacia mi camioneta, un breve trecho, también presencié mi tundra. La escarcha sobre el pasto me mostraba una pureza que sólo se emparentaba con la muerte. Tuve que devolverme un par de veces por una jarra de agua no tibia ni caliente, si no helada, pues se puede romper el cristal de mi auto. Tamerlán en cambio no podía dar marcha atrás en su travesía hacia Siberia. Atrás había quedado el desierto, los huesos de hombres muertos por milenios apilados bajo las dunas ondulantes; el hambre. Una vez cruzado este umbral se abandona toda esperanza, leyó Dante en la puerta del infierno. ¿Qué pasará después con el príncipe tártaro enfrentado a las estepas asiáticas? Aún no lo sé. Me falta aún por leer en el libro. ‘Cuando el hombre muere, su vida se transforma en destino’ diría Martín Heidegger. Así el destino de estos hombres enfrentados al frío quizás se resuelve con su muerte. Quizás por eso la buscaban al ir a la caza del khan de la Horda de Oro. Sólo la muerte, aquella pureza final, blanca, áspera y penetrante, podía resolver su destino. Estaba sentado, como los pocos afortunados, y la estación terminal del metro me traía al mío inmediato. Se interrumpía mi lectura y retomaba mi viaje, ahora en un bus,  hacia el norte como Tamerlán.

De vuelta a mi casa dejé olvidada en la oficina la biografía de Tamerlán, dejando inconclusa en mi memoria su historia de guerra y de frío. Fue un día inconcluso. Al menos así lo sentía. Y toda esta forma de la rutina de ir de un lugar a otro, de tener que dejar el hogar, enfrentar la escarcha de las calles, con la mente lejos de ellas, lejos del aire y del destello de unos edificios que al atardecer pueden ser bellos a pesar de su horribilidad. ¿De dónde viene esta voz que gobierna el mundo y que me mueve de un lugar a otro? ¿Cómo silenciar al río de hombres que se sumerge en los túneles donde rugen los dientes de un monstruo metálico? Y pasará el invierno, se dicen los hombres, y la semilla romperá su cáscara junto con el crujir del hielo. ¿Pero si cayó tan poca lluvia? Se dicen algunos ¿para qué queremos tanto calor? Pero no cantes victoria antes de tiempo, dicen otros. Aún la tundra puede envolver tus huesos en un sudario de escarcha. ¿Y qué es el tiempo ante esta tiranía del movimiento? ¿Un vacío? ¿ ¿un espacio? ¿Un dejarse dominar por pensamientos sobre el futuro? Para esto llevo un libro siempre conmigo: para llenar aquel motor, aquella recursividad, aquella turbulencia y contaminación quizás, llamada mente. Y no soy capaz de ver a los hombres. No soy capaz de ver el vacío dejado al hombre sin qué nutrirse, las estaciones, el repetitivo circular de la materia a través de la rutina. Un árbol viejo y cercenado resiste apenas con una hoja olvidada por el cercenador. Un perro vibra de frío mostrando sus dientes. Las aceras sucias y vacías en camino hacia la estación durante la mañana. En la tarde cubiertas de frazadas y cartones, de alimentos, de carbohidratos, de accesorios para el celular. Los mismos senderos una y otra vez. De tantas cosas puedo llegar a salvarme con una buena lectura. Sin embargo olvido todo lo que leo. O más bien lo invento mal al intentar recordarlo. Es otra forma de atiborrar al tiempo de un ritmo. Otra forma de llenar y llenar el texto de palabras. Vamos. Respira. Queda poco. Y a empezar otra vez. ¿El frío logra despejar de todo a la mente? ¿El sueño puede? ¿Un despertar repentino lo logra? Quizás sea estéril y todo sea sólo avanzar y avanzar: una larga flecha que avanza y que deviene en lanza desde el día que rompimos con el mito paleolítico. Si hoy me duelen los pies de frío ¿cómo resistieron aquellos hombres enfrentados a la glaciación? Ni siquiera toco con mis pasos la tierra que habito.

Con el tiempo se aprende a ganar un lugar cómodo en la vida para lograr estar de a pie, sin quedarse en el amplio espacio que hay entre el nacimiento y la muerte. Aquel espacio es como una boca que devora y vomita hombres. Y yo no quiero pertenecer a esa clase de hombres que es regurgitado por los azares de la existencia. Por eso intento ganarme un espacio en este cuerpo. Un espacio fijo que evite saltar de cerebro en cerebro. La última vez que bebí del Leteo, no bebí del todo de su agua fresca. Y recuerdo que iba montando en mi potro por el desierto. Y sin detenerme. Habíamos sobrevivido a la batalla en la tundra y antes de montar en él, reventé dos caballos blancos por no querer interrumpir mi posta. Fue una forma de holocausto prístino para el dios de fuego de las montañas ¿Qué me apuraba tanto? ¿Acaso había sorteado a la muerte en mi bravura, gracias a la habilidad en el uso del hierro, para salir despedido como una flecha humeante en busca de un horizonte antes de aventurarse en su descenso? Mi brazo goteaba sangre desde mi hombro herido por la muerte. Sólo el sudor salado que emanaba por mi galope sellaba la herida que supuraba. Galopaba, envuelto en cenizas y arena. Los ojos de mi potro imitaban al sol. De pronto recordé que en otra vida fui yo el potro. De pronto sentí que el universo es un círculo y que yo era el potro, el hombre, incluso la arena, incluso el sudor. Una princesa perfumada me esperaba en su tina. Un delicado tatuaje teñido en su cuello con la forma de la luna. Era un pequeño gesto de las noches puras que me esperaban. No importaba arder en mi galope para llegar a esta ella. Mordía el golpeteo de la bestia que se desfallecía bajo mi cuerpo. Pero el potro se quebró. Cayo de bruces y yo fui arrojado sobre las piedras. Mi simiente devino en sangre y ardor, y me incendié de impotencia y desesperanza. Caminé el resto del día y mi brazo herido fue mutando. Veía que tomaba la forma de un lagarto y me miraba con sus ojos espantosos. Me lo arranqué de cuajo y vi cómo se perdía entre las oquedades del desierto. Mi dama preparaba sus trenzas untadas en leche y miel. Ensayaba su vestido para su boda crepuscular. Vestido que conservó por años, casi una década. Lo quemó en el fuego luego de volver a ser ofrecida por su padre como novia. Y un lagarto extraño causaba estragos en el desierto. Se decía que devoraba hombres y mujeres. Que incluso devoraba caballos.

Por suerte al llegar a este nuevo cuerpo, donde se combinan mis anteriores vidas, se generó el espacio suficiente para que yo pudiese ocupar un lugar en el desierto, sitio natural a donde pertenezco. Aquellos roedores saben bien. Pero prefiero acechar la visita de aquellas caravanas que levantan tanto polvo. Mis escamas brillan al sol de regocijo, cuando devoro aquella carne tierna que chilla antes de morir. ¿Cómo será más allá de las cordilleras? Un recuerdo difuso de cuando era hombre me habla del frío. Quién sabe. Caminaría sobre la escarcha y mis patas se volverían gélidas. Hace mucho que no excavo, así las traeré de vuelta a la vida, para azuzarlas con la circulación de la energía que aquí se atropella, quizás vacía, pura, sin decir nada. ¿Qué podría decir un lagarto perdido en la tierra de las sombras, Siberia, luego de haber sido despertado de la muerte? No sería capaz de ver a los hombres. No sería capaz de ver el vacío dejado al hombre sin qué nutrirse, sin estaciones de sol, el repetitivo circular de la materia a través de los años. Un árbol viejo y cercenado resiste apenas con una hoja olvidada por el cercenador. Un lagarto vibra de frío mostrando sus dientes. Y de pronto soy un opaco personaje leído por un hombre de a pie, en el metro. Y que piensa en los caminos que existen para los grandes seres. El camino del potro que se revienta por el capricho de un hombre. O el camino del hombre que se encapricha por una novia perfumada de oriente. Sin embargo existe un tercer camino. La del ser eterno y paciente que se jacta de devorar a los otros. Y ese camino no está gastado.

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