Mo Yan y el círculo cruel entre el perro y la muerte


Hace años leí la novela “El Sorgo Rojo” de Mo Yan, novelista chino y premio Nobel de literatura del año 2012. La leí con el propósito de comprender un poco más el alma china, pues, como occidental que soy, me declaro un ignorante de aquella cosmovisión. Soy un admirador del Tao y a través de él me he esforzado en entender la dinámica de este gigante, China, un imperio amenazando crecer. Y de a poco nos llega su cultura. No me refiero a la comida china o a los productos manufacturados por su mano de obra barata, sino a la forma como se construyen sus relaciones sociales; como se reproducen biológica e ideológicamente; a su noción indolente e indiferente a las motivaciones del universo. Cómo flotan en el dolor y la alegría a la vez. Cómo se embriagan. Cómo hacen el amor. Cómo se atiborran los unos a los otros, cual mamíferos que somos todos. Pero a un ritmo cansino que llega a ser geológico, como si fuera un enorme paquidermo que tarda en refocilar y darse vuelta para seguir durmiendo.
Hablando de mamíferos, la relación entre el perro y el hombre resulta muy presente en todas las culturas. El libro de Mo Yan la saca a relucir con tonos de crueldad y quizás vulgaridad a ojos occidentales como el mío. Como primera mención, el mito más folklórico en la mente occidental acerca de la dieta china queda revelado a través de mi lectura: los chinos comen perros. Yu Zhan’ao, el abuelo del narrador saborea una cabeza de este animal y me siento provocado por la descripción de los ojos y colmillos blancos del perro cocido; resaltando sobre el rojo de la carne hervida. Por otro lado, las pieles arrancadas a estos mamíferos muertos servían de improvisados, y no tanto, chalecos. Llegando a ser una ostentación colgarlos afuera de la casa para que se secaran al sol. Hasta aquí todo bien, mientras se hable de dietas exóticas y curiosas vestimentas. Al fin de cuentas el perro es un mamífero y puede resultar nutritivo para un pueblo superviviente como el chino. Pero hay más en el primer libro de Mo Yan.
El texto narra las peripecias de una familia campesina, dueña de una plantación de sorgo, durante la invasión de Japón a China, previo a la segunda guerra mundial. El sorgo es un cereal versátil que entre varias cualidades produce un vino espléndido que trajo mucha abundancia a esta familia. Sin embargo, la paz y la abundancia son interrumpidas por la invasión nipona y la subsiguiente organización de la improvisada guerrilla de resistencia china y sus facciones. Muchas escenas de violencia abundan en el libro. La violencia no se concentra sólo en las batallas entre soldados de cada bando. Las represalias japonesas impactan directamente en las aldeas. Aldeas con familias y ancianos. Aldeas con niños. Y también con perros.
Yu Zhan’ao logra una victoria pírrica sobre los japoneses al asaltar un puente. Días después la aldea es saqueada por los japoneses y la matanza es diabólica… Ese último adjetivo es totalmente personal. Absolutamente occidental. Pero yo les hablo ahora de mi libro, a partir de mi experiencia con esta novela roja. Y en ningún caso pretendo ahorrarles páginas de lectura.
Volviendo a lo nuestro: los sobrevivientes de la matanza son pocos: Yu Zhan’ao, su hijo y unos pocos más. Los cadáveres abundan y no existe posibilidad de enterrarlos. En titánica tarea son acarreados los cuerpos al campo de sorgo. He aquí un primer cabo suelto. Faltaba otro más para generar un lazo. Luego, los perros sin amo se vuelven salvajes y deambulan sin rumbo por los cerros: he aquí el segundo cabo suelto. ¿Cómo fue el Alejandro que desató este nudo gordiano?
Y la rueda entre los perros y el hombre empieza a girar: los canes salvajes y hambrientos, olvidando los cánones de la domesticidad, se vuelven hacia al campo de sorgo para devorar los cadáveres humanos.  Los niños sobrevivientes, menos de media docena, se organizan para cazar a los perros y alimentar a la disminuida aldea. Y aquí es cuando los chinos sobrevivientes se alimentan de los perros bien alimentados de carne humana. De manera transitiva los chinos se terminan devorando a sí mismos. Y el autor del libro lo menciona carente de cualquier observación moral. Tan indiferente como el universo, pues “para el universo somos un muñeco de paja dispuesto para el sacrificio”, como dice el Tao.
¿Por qué como observador occidental me escandalizo tanto? ¿Acaso el ciclo de la vida no es justamente la necesidad holística de reciclar y recuperar las proteínas y moléculas de carbono que la hacen posible? Dicho de otra forma ¿No nos devoramos mutuamente y en nuestro afán recursivo y masoquista como la serpiente que se muerde la cola? El pensamiento oriental se me vuelve tan extraño, justamente por esta indiferencia del observador. Esta posibilidad de desconectar los cables metafísicos y contemplar la naturaleza sin juicios ni anteojeras. ¿Es posible, sin embargo, observar sin alterar lo que se observa? Finalmente, las trampas del lenguaje occidentales me llevan a una confusión difícil de resolver. ¿Es posible observar a partir del vacío conceptual? ¿O es sencillamente otra forma de conectar los cables de la máquina escrutadora que observa? Por el principio de incertidumbre: el observador modifica lo observado. Mo Yan observa su narración desde el escepticismo provocado por la guerra. Observa el ecosistema de perros y hombre como un flujo ajeno del cual no quiere participar, pero que sin embargo es resultado: Mo Yan es nieto del protagonista Yu Zhan’ao (al menos metafóricamente). El libro “El Sorgo Rojo” es casi la construcción de una mitología personal compuesta de dioses severos, fríos e inconscientes. Es la hilatura antojadiza, a partir del prejuicio sobre la existencia de un universo ciego, sordo y mudo y que sin embargo entona su canto profundo allá en la radiación cósmica de fondo: lejana y arcaicamente indiferente. En lo profundo de todos los recipientes conceptuales creados por el hombre yace boca abajo una llanura de absoluta fe. Quizá sea esto lo que nos une a todos los hombres: no podremos cerrar la boca ni la de nuestros pensamientos, pues las palabras vibran traspasando generaciones. Mentalmente hablando no podremos ser mudos. Decir “palabras”, de todas formas, es darle soberana importancia a la poesía, que sí la tiene. Pero podría ser música, imágenes, símbolos. Y el símbolo más potente en este ciclo alimenticio entre hombre y perro es el círculo. Pues como Emerson dijo “El ojo es el primer círculo; el horizonte que forma, el segundo; en toda la naturaleza, esta figura primaria se repite infinitamente. Es el más alto emblema de la clase del mundo”. Y el círculo rojo de la bandera japonesa aterra a nuestros protagonistas, derramándose por el subcontinente chino; contagiándose éste y finalmente tiñéndose del rojo comunista.
¿Es posible ir cada vez más fuera de sí para observar y observarse sin crear nuevos universos y con ello nuevos lenguajes y entendimientos? Nietzsche ha dicho que la música es el lenguaje de la voluntad, sin embargo la música se ha atomizado y matematizado culturalmente. A tal nivel que es posible volverla un lenguaje universal. La música está encarcelada dentro de una matemática, en cambio la poesía no, la cual posee un ritmo de alcance geológico. El encanto de la poesía es más lento, es la manera como el metahombre aprende a vivir y sobrevive en el hábitat de un nuevo lenguaje. No se escucha la poesía como sí podemos intuir la vibración del aleteo de un insecto. Podemos intuir el crecimiento de una montaña, pero no como son devoradas por el hielo o la erosión. Tomando en cuenta todo esto ¿qué manera de mirar puede arrojar luz sobre este mito entre el hombre y el perro? ¿Quién se devora a quién? ¿Es el perro doméstico auténticamente un ser independiente del hombre? ¿O cómo bestia domesticada es prolongación de la humanidad y de su afán en querer girar y girar, como un trompo que devora y surca la tierra a la vez, en este caso para sembrar el sorgo?
El mito del perro y del hombre nos llega a nosotros también. No es necesario ir tan lejos para sacarlo a colación. Chile es una tierra de vinos y guarda sus recetas crueles como la cultura del sorgo. Dícese que cuando un vino es demasiado ácido, o se ha echado a perder, durante el proceso de su elaboración, se acostumbra a echar a un perro muerto dentro de la cuba para que absorba su acidez. ¿Cuántas veces habremos bebido esencia de perro muerto cuando gozamos de nuestros espléndidos vinos? Y comentando este asunto con mi suegro, él me narró una historia que vendría a cerrar el ciclo y a completar el mito de nuestras tierras: En una ocasión desapareció un hombre que trabajaba en una copa de agua que se ubicaba en Recoleta. Luego de buscarlo por días, la gente terminó olvidando el asunto y volvieron a sus acostumbradas faenas. Habrán pasado diez años o quizás más, y la copa necesitaba una limpieza urgente y mantención. Al vaciar la copa aparecieron los huesitos del hombre perdido hace mucho. Sin restos de ropa ni carnes. Sólo se conservaron sus osamentas desnudas. Resultó entonces que media Recoleta se bebió al hombre día a día sin saberlo. Saciando su sed y a la vez canibalizando y aprovechando las proteínas del operario extraviado ¿Cuántas veces sin saberlo nos habremos devorado a nosotros mismos? ¿La ignorancia nos vuelve libres? Y salen a colación otros asuntos: los ratones y guarenes de los molinos de harina. ¿Cuánto pan habremos comido aderezado de lauchas y heces de roedores? ¿O la salsa de tomate condimentada por variopintas inmundicias? Y así y así el ciclo de canibalismo, carroñería y aprovechamiento no tiene fin. Como el deliberado uso de la orina que Yu Zhan’ao utilizaba para mejor el vino de sorgo. El gran secreto, que ningún cliente sabía y que quizás tampoco querían averiguar.
¿Y hacia donde nos lleva todo esto? ¿Cuál es el límite de la cultura una vez que nos vuelve ciegos a detalles evidentes y groseros que por alguna razón sencillamente dejamos de ver? Y si consideramos aquella máxima oriental que dice que todo está unido, que somos parte de un todo, como si el universo fuera una telaraña cósmica que conecta hasta aquello que no nos gusta. Que el atomismo y las fronteras son sólo aparentes. Que nuestra individualidad, nuestro yo, es sólo un ideal ilusorio. Muy occidental, muy pasajero. Como una caprichosa estaca clavada en el espacio-tiempo, que apenas mencionada se disipa cargando memoria, conciencia y culpa. Y que aquello: lo grosero, lo sucio, lo muerto, lo perro también somos nosotros. Pues nosotros habitamos en lo que muere e incluso en lo muerto. Eso es formar parte del universo. Aquello es ser el universo. Sin embargo en nuestro afán, nuestra voluntad por vivir nos hace a cada instante afirmar nuestra individualidad, la que sabemos que finalmente se desintegrará, de todas formas. Para seguir siendo parte del universo. De este frío e indiferente universo.
Por esto es tan importante la poesía. Sólo la creación de imágenes, la belleza, nos puede salvar de la tentación de dejarnos devorar por el universo. Este nihilismo es el más peligroso de todos. Esta es la gran boca que se forma mediante el giro de las proteínas alrededor del ciclo cruento del perro y el hombre. El vórtice de este remolino expele calor, desgajando segundo a segundo el hogar del universo que se apagará impostergablemente como ha dictado la ley de la entropía. Por esto que el mito occidental de la lucha es tan exitoso. ¡Es nuestra ventaja evolutiva! Pero quizá es tiempo de reconciliar las viejas estructurales del pensamiento. Quizás sea necesario dislocar un poco el lenguaje y aprender a respirar una vez rota la garganta conceptual. El hecho de ser moribundos nos hace grandes. El hecho de ser partes del torbellino que se devora a sí mismo nos hace grandes. Podemos aún observar al universo que se enrosca como si fuera nuestro propio ombligo. Todo hombre tiene el poder para hacerlo.
Una vez rota la ceremonia del sorgo en China, según Mo Yan, el buen vino se acabó y el sorgo híbrido se apropió de los campos. Nunca el universo sigue igual. Esto no significa ser culpable, sin embargo vivimos el sacrificio que menciona el Tao: muñecos de paja arrojados al sol y al viento. Por eso nos importa tanto vivir vidas plenas y bellas, y mantener airosas, por menos de un siglo, nuestras vidas que tarde o temprano se apagan. ¿Y después qué? El universo continúa. No puedo comprobarlo, pero tengo fe que es así.

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